jueves, 24 de diciembre de 2015

Bolívar dice adiós a la ciudad que llevará su nombre



            El 24 de diciembre de 1819 el Libertador abandona  Angostura para continuar sus operaciones en la Nueva Granada.  Ya no volverá a pisar esta tierra orinoqueña.
            La abandona acaso con tristeza y después de haber permanecido 15 días en ella despachado, finiquitando los más variados asuntos.
            El “Correo del Orinoco” en su edición 48 lo despide con la siguiente nota:  “Al anochecer de este día se ha separado de nosotros el Presidente de Colombia, que parece que sólo se halla en su lugar cuando está al frente del enemigo.  En la corta estación que ha hecho aquí, ha estado casi exclusivamente ocupado de los negocios públicos; y todos los ramos de la administración han recibido con su presencia mayor rigor.  Solo una vez se le vio desprenderse de tan importantes y penosos trabajos por complacer a los que a porfía querían obsequiarlo y esta excepción era debida a los extranjeros que habiendo identificado su suerte con la nuestra, deseaban manifestar al digno Presidente de Colombia  su adhesión, su reconocimiento, y el precio en que lo estiman.  Preparábase el 25 la promulgación de la Ley; mas hay todavía enemigos dentro del territorio, y prefirió irlos a buscar.  Su entrada aquí se asemeja al del Padre que vuelve después de una larga ausencia al seno de su familia; su salida a la del hijo que se arranca de los brazos suyos para emprender una marcha larga, y llena de peligros”.
            El Libertador  pisó por primera vez las calles de la ciudad de Angostura el 11 de agosto de 1817, según Tavera Acosta, y permaneció en ella 15 días.  Luego regresó a los Castillos de Guayana la vieja.  A mediados de septiembre volvió a la Angostura hasta el 21 de noviembre en que salió a reunirse con Páez.  Consumado el desastre de Zaraza volvió el 15 de noviembre para emprender de nuevo viaje el 31 de ese mismo mes.  Tras la fracasada campaña de 1818 regresó Bolívar a Angostura el 5 de junio de ese año.  Residió en ella hasta el 24 de octubre cuando viajó a Maturín.  Retornó a Angostura el 29 de enero de 1819, instaló el Congreso de Angostura el 15 de febrero.  Viajó el 27 del mismo mes y finalmente, después de las victorias de Pantano de Vargas y Boyacá, vino a Angostura por última vez el 10 de diciembre de 1819 y el 24 retornó a la Nueva Granada para nunca más volver.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Ernesto Guevara supo desde la panza que al reloj del planeta lo mueven agujas muy cortitas. Por eso pidió permiso anticipadamente: cuarenta y dos días antes de lo previsto, el 14 de junio de 1928, su madre Celia lo dio a luz en un sanatorio de Rosario.
A las semanas de nacer, padeció una bronconeumonía muy grave que casi lo expulsa del mundo. En ese momento la muerte andaba buscando a alguien que le regalara los pulmones, y lo encontró: porque dos años más tarde, Ernesto Guevara sufrió el primero de sus muchos ataques de asma.
La enfermedad hizo que toda su familia se trasladara a la ciudad de Alta Gracia, en Córdoba. El clima seco, sin embargo, no sirvió para atenuar los constantes silbidos de su respiración: a los siete años él no figuraba en ningún establecimiento de educación primaria. Cuando finalmente fue anotado en una escuela, sólo pudo cursar formalmente segundo y tercer grado.
La casa en la que vivió en Alta Gracia, hoy convertida en museo
Condenado a estudiar desde su casa, Ernesto Guevara cambió a los maestros de pizarrones por maestros de libros: Julio Verne, Alejandro Dumas y hasta Sigmund Freud comenzaron a ser leídos por sus ojos. El regocijo por la literatura también lo sintió por el ajedrez.
La fotografía fue otro de los campos que le empezó a gustar. Pero las imágenes que tomaba él. En las que le sacaban los otros, Ernesto Guevara siempre aparecía igual: el pelo engrasado, los pantalones desgarrados y los zapatos de diferente color. Imposible: a alguien que usaba la misma remera durante una semana entera, la estética no podía importarle.
Sí le interesaba jugar al rugby, explorar los montes, subir a los árboles y correr hasta que sus bronquios se pusieran en rojo. El verde lo puso él a los veintiún años: en una bicicleta a motor decidió recorrer gran parte de la Argentina. Doce provincias fueron testigos de esos pies que dos años más tarde, en 1951, dejaron huellas en otros países: en esta segunda travesía lo acompañó su amigo Alberto Granado. Cuando partieron desde la estación de ferrocarril Retiro, Ernesto Guevara saludó a su familia con un grito premonitorio: “Aquí va un soldado de América”. Los familiares sonrieron: pensaron que el grito era un chiste.
En 1952, después de conocer las ruinas de Machu Picchu y de permanecer internado una semana en un hospital de Perú tras una crisis asmática por oler pescado, Ernesto Guevara regresó a Buenos Aires con el objetivo de rendir las doce materias que le faltaban para recibirse de médico. Estaba tan deseoso de volver a viajar que las metió todas en un solo año. Luego, por supuesto, partió de nuevo.
Chocaba copas en un bar de Costa Rica festejando la Nochebuena de 1953 cuando escuchó a un par de cubanos referirse a lo sucedido en julio de ese mismo año en el cuartel Moncada. Un grupo de hombres liderados por Fidel y Raúl Castro habían tratado de asaltar aquella fortaleza para desestabilizar al dictador de ese país, Fulgencio Batista. Ernesto Guevara creyó más en los renos de Papá Noel que en todas las atrocidades que acapararon sus oídos. Molesto, desafió a los contadores de pavadas: “Ahora por qué no se cuentan una de cowboys…”.
Los disparos y las muertes dejaron de ser pura película cuando en 1954 fue derrocado Jacobo Árbenz, el presidente de Guatemala. En aquel territorio, meses atrás, Ernesto Guevara había conocido a Hilda Gadea, su primera esposa. Pero los besos tardaron un tiempito en concretarse: allí la situación se tornó tan espesa que él debió dormir en la embajada argentina para refugiarse de las balas. Luego, lo mandaron a México.
Fidel Castro (izquierda) y Ernesto Guevara (derecha), en México
En la tierra de los tacos y de los mariachis, él y su mujer tuvieron a su única hija. La satisfacción por la recién nacida fue tan enorme como el primer día que vio a Fidel, también exiliado en aquellas latitudes. Después de muchas conversaciones, Ernesto Guevara se ofreció a sumarse al movimiento y fue aceptado.
Fidel pretendía hacer la revolución en Cuba, no sin antes de que sus ochenta hombres se entrenaran en una de las tantas fincas perdidas por ahí: el curso intensivo de explosiones y de trincheras duró tres meses. El mejor de la clase no fue Ernesto ni Guevara: fue simplemente el “Che”, apodo que se le otorgó durante aquellos días.
Sin embargo, el gobierno mexicano los descubrió en las semanas posteriores y los apresó. El Che realizó dos huelgas de hambre en dos meses. Cuando lo liberaron, juro abandonar el país. Eso sí: no dijo cuándo. Pasó escondido los tres meses siguientes, sin cruzar la frontera.
El 25 de noviembre de 1956, el “Movimiento 26 de julio” partió hacia Cuba en el yate Granma. Eran ochenta y dos revolucionarios en una nave que sólo estaba capacitada para unos veinte cuerpos. Si todo salía bien, el 30 de ese mismo mes irrumpirían en las costas cubanas. Pero los planes que gritan justicia nunca son demasiado justos con los justicieros. Llegaron el 2 de diciembre, y nadando: el bote encalló a varios metros de tierra firme. Luego de cuatro horas de luchar contra el agua, se internaron en la selva.
A las 72 horas hicieron una parada en Alegría del Pío para descansar las llagas de los pies. No hubo nada de alegría, en realidad: una ráfaga de tiros los acribilló vivos. El Che sintió el calor sobre su cuello y la muerte sobre su corazón. Una bala lo rozó en el griterío y un silencio lo calló en su temblor. No escuchaba nada, hasta que alguien gritó: “Aquí no se rinde nadie, carajo”. Camilo Cienfuegos seguía vivo en su propia voz. Y el Che también.
Luego del enfrentamiento, de los ochenta y dos rebeldes iniciales quedaron veintidós. Esos sí que estaban locos en serio: treinta mil hombres de Batista los esperaban con cuchillo y tenedor, pero ellos seguían firmes. El primer gustito con sabor a victoria fue el 17 de enero de 1957, cuando ganaron su primera batalla. Después de aquella contienda, el Che robó dos lápices y un cuaderno y estrenó su “Diario de campaña”.
Las victorias continuaron y la marcha también: el Che, además de avanzar con su fusil recitando poemas de Pablo Neruda, ahora revisaba a los enfermos de los pueblitos y lloraba al observar cómo los gusanos se comían literalmente a los nenes. Cuando los campesinos lo veían llegar, no lo podían creer: la mayoría nunca había hablado con un médico. Por esto, y por las miserias incalculables sufridas a lo largo de sus vidas, la población civil se unió a las filas de los subversivos. Fueron aceptados con la condición de que aprendieran a leer y a escribir.
El 5 de mayo de 1958, ante el notorio crecimiento del grupo guerrillero, Batista anunció la “eliminación definitiva” de los insurgentes. Lanzó doce mil hombres a su búsqueda y a su exterminio. Dos meses después, retiró a los soldados: doce mil hombres a veces es muy poco.
Estimulados por el éxito en Sierra Maestra, Fidel quiso ampliar los horizontes. El objetivo consistía en llevar la guerra al llano. Ya con la estrella de comandante adosada a su boina, el Che partió con más de ciento cuarenta facciosos hacia la provincia de Las Villas. Estuvieron horas y horas enteras sin probar un bocado, y caminaron quinientos kilómetros en cuarenta y cinco días. A destino llegaron el 7 de octubre.
El 29 de diciembre se produjo la batalla final en Santa Clara. Nunca se festejó tanto un Año nuevo en esas tierras: el primero de enero de 1960, Batista abandonó la isla y la Revolución Cubana cantó victoria. En esas horas, el Che recibió un llamado. Era su padre, Ernesto, desde Argentina. Ninguno de los dos reconoció la voz del otro.
Cuba, el Che y su frase: "Hasta la victoria siempre"
Días más tarde, toda su familia se trasladó a la isla. El abrazo del Che con su madre duró los seis veranos que estuvieron separados y ahí, en Cuba, a sus treinta años, Celia lo parió de nuevo: Fidel lo nombró “cubano de nacimiento” y la gente lo adoptó como suyo. Su apodo estaba bien puesto desde la primera vez que sonó en el aire: “Che”, en guaraní, significa “mí”.
El 2 de junio de 1958 volvió a comprometerse. Esta vez lo hizo con su secretaria, Aleida March. En la fiesta de casamiento el público brindó por los novios, pero también por los diez mil cuarteles militares que fueron convertidos en escuelas para disminuir el 30% de analfabetismo que sufría el país.
En los casi diez años posteriores, el Che presidió el Banco Nacional de Cuba, estuvo a cargo del Ministerio de Industrias, publicó manuales sobre guerrillas, y viajó por varios continentes para fortalecer las relaciones internacionales con las demás naciones.
Pero las botas de un revolucionario no aguantan estar limpitas de barro por mucho tiempo.
Por eso en 1966 se deshizo de todas las responsabilidades burocráticas y, en afán de que nadie pudiese reconocerlo, se afeitó la barba, se tiñó el pelo de rubio, desempolvó las corbatas y los trajes, y sonrió con una dentadura postiza. De este modo recorrió el territorio sudamericano en busca del lugar propicio para clavar su bandera. Eligió Bolivia. Antes, no obstante, despidió a Fidel, a Aleida y a los cuatro hijos que tuvo con ella: los nenes, sus nenes, la última vez que lo vieron no pudieron distinguir a la persona que estaba detrás del disfraz. El Che se fue para siempre sin escuchar un solo “papá”.
El 3 de noviembre de 1966 arribó a Bolivia. Cuatro días más tarde, los cuarenta y siete combatientes que componían el foco guerrillero se ubicaron cerca del río Ñancahuazú, al sudeste del país. Si en Cuba alrededor del 30% de la población era analfabeta, en Bolivia se duplicaba el porcentaje. A su vez, el 50% de los hombres explotados en las minas no superaba los treinta años.
En enero y febrero de 1967, las armas comenzaron a llegar en bolsas de cemento. Recién en marzo se produjo el primer enfrentamiento. A pesar de haber ganado la batalla inicial, a partir de allí la guerra fue de mal en peor: el rechazo de la población local a los revolucionarios y la ayuda casi nula de algunos sectores comunistas hacia ellos desembocaron en una derrota que se consumó a los siete meses de apretar por primera vez el gatillo.
El Che capturado en Bolivia
El 8 de octubre de ese mismo año, El Che fue arrestado por las fuerzas del presidente René Barrientos en la Quebrada del Yuro. Los captores avisaron a sus superiores: “Tenemos a Papá”. Papá era el nombre en clave para referirse al Che. De la boca de sus enemigos salió la palabra que le debían sus hijos.
Al día siguiente lo fusilaron en una escuelita de La Higuera, a sus 39 años. Ningún soldado se animó a limpiar la sangre: no hubieran podido lavarse las manos como lo hicieron después.
Precisamente en una lavandería, lo exhibieron. Los flashes volvieron a quemarle las venas. Horas más tarde, le cortaron las manos para que los especialistas en huellas digitales corroboraran su muerte. Y luego, desaparecieron el cuerpo.
Llevó casi treinta años encontrarlo. Cuando los antropólogos lo descubrieron, algunos argentinos y algunos cubanos se turnaron para dormir en la fosa del Che por temor a que se robaran los restos. La misma muerte que había escondido su cuerpo años atrás, esta vez ni siquiera se le acercó. Es que ahora, por cada hueso quieto de Guevara había miles y miles de huesos inquietos que lo defendían con uñas y dientes.
La palabra Che ya no tenía una sola sílaba. Tenía un millón. Y llevaba tilde…
Escrito por Santiago Capriata

jueves, 17 de diciembre de 2015

Muere Simón Bolívar

(Viernes, 17 de Diciembre de 1830)
Muere Simón Bolívar
El 17 de diciembre de 1830, en la Quinta «San Pedro Alejandrino», cerca de Santa Marta (Colombia), dejó de existir el Genio de la Libertad, el más Grande Hombre de América. A la 1 en punto de la tarde, «murió el sol de Colombia», Simón Bolívar. Había recibido de manos del Cura de la aldea de Mamatoco los Santos Sacramentos. Después de haber dado libertad a tantos millones de suramericanos, Bolívar se halla en su último instante muy solo. Apenas le rodean Mariano Montilla, Fernando Bolívar, José Laurencio Silva, Portocarrero, el edecán Wilson, Ibarra, Cruz Paredes, José María Carreño...
El médico de cabecera Alejandro Próspero Reverend, viendo que llegaba el momento supremo los llamó y les dijo: «Señores, si queréis presenciar los últimos momentos y postrer aliento del Libertador, ya es tiempo». Pero, indudablemente, Bolívar continúa vivo en el corazón de los pueblos, en la ideas que parecen escritas para nuestros días, en las acciones que son permanente ejemplo para todos aquellos que sienten de verdad lo que es una patria redimida. El Sol de Colombia sigue brillando.
Bolívar lo vivió. Destituido de todos sus cargos por la oligarquía grancolombiana —asesinado, antes, su noble amigo el mariscal Sucre que ganara en los Andes, en 1824, la última batalla de la Independencia y es necesario decir que nunca se supo quién le preparó la emboscada de la muerte—, fue abandonado, Bolívar, a su suerte. Camino de su destierro a Venezuela, sublevada ya ante su posible llegada porque iba precedido de la apelación de dictador, Bolívar no tuvo a su lado nada más que un grupo de amigos: contados con los dedos.
Enfermo, le curaba el médico francés Alejandro Prospero Reverend. Arribado a la ciudad costeña de Santa Marta, el Libertador no encontró techo de recepción nada más que en la casa de un español: Joaquín de Mier. Ya próximo a la muerte se refugió en la Quinta de San Pedro Alejandrino. Esta mansión pertenecía, también, al mismo español. En San Pedro Alejandrino pronunció aquella invocación a la ironía: "Jesucristo, Don Quijote y yo hemos sido los más insignes majaderos de este mundo".
AÑOS FINALES
Los últimos dos años de la vida de Bolívar están llenos de amargura y frustración. Hizo un balance de su obra, comprobando que lo más importante quedó sin hacer mientras lo hecho se desmoronaba. La independencia integral de América, el plan para llevar las tropas libertarias a Cuba, Puerto Rico y Argentina, que se aprestaba a una guerra contra el imperio brasileño, o a la España monárquica, si fuera necesario, quedaban como lejanas utopías imposibles de realizarse. La confederación grancolombiana, o la andina, o la anfictionía americana, todo eso que estuvo a punto de cumplirse, debía posponerse ante otro tipo de problemas inmediatos: fuerzas del Perú invadieron el Ecuador, y su expulsión le llevó casi todo 1829. El general José María Córdova, uno de sus más cercanos amigos, dirigió una revuelta y fue asesinado. El general Páez, desobediente y desleal, se le insubordinó también y declaró la separación de Venezuela. Se vio obligado a expulsar de Colombia a Santander, antes uno de sus mejores aliados. A comienzos de 1830, Bolívar regresó a Bogotá para instalar otra vez un Congreso Constituyente; ante esa soberanía, renunció irrevocablemente. Ahora sólo deseaba irse lejos de Colombia, a Jamaica o a Europa, aunque vaciló y pensó que bien valía la pena comenzar de nuevo, reuniendo a sus leales en la costa colombiana. Varios sectores del ejército se levantaron, esta vez en su favor, pero ya era tarde. Cada vez más enfermo, logró llegar a Cartagena a esperar el buque que lo alejaría de tanta ingratitud. Para su mayor desgracia, recibió en Cartagena la noticia de que Sucre, el más capaz de sus generales y tal vez el único que podía sustituirlo, había sido asesinado en Berruecos, a los 35 años de edad.
Contemporizando con la muerte que ya se anunciaba, aceptó la hospitalidad que le ofrecía el generoso español Joaquín de Mier, para llevarlo a su finca, un trapiche llamado San Pedro Alejandrino, en las proximidades de Santa Marta, a descansar. Tradicionalmente se ha dicho que Bolívar estaba tuberculoso, pero algunos médicos sostienen hoy día que una amibiasis le atacó el hígado y los pulmones. Dictó testamento el 10 de diciembre de 1830. Ese mismo día emitió su última proclama pidiendo, rogando por la unión. Siete días después, a la una de la tarde, como dijo el comunicado oficial, «murió el Sol de Colombia». Vivió 47 años, 4 meses y 23 días. Sepultado en la iglesia mayor de Santa Marta, allí quedó su corazón, en una urna, cuando los restos fueron llevados a Caracas doce años después.
Un recuento de su obra militar no encuentra similar en la historia de América. Participó en 427 combates, entre grandes y pequeños; dirigió 37 campañas, donde obtuvo 27 victorias, 8 fracasos y un resultado incierto; recorrió a caballo, a mula o a pie cerca de 90 mil kilómetros, algo así como dos veces y media la vuelta al mundo por el Ecuador; escribió cerca de 10 mil cartas, según cálculo de su mejor estudioso, Vicente Lecuna; de ellas, se conocen 2939 publicadas en los 13 tomos de los Escritos del Libertador; su correspondencia está incluida en los 34 tomos de las Memorias del general Florencio O'Leary; escribió 189 proclamas, 21 mensajes, 14 manifiestos, 18 discursos y una breve biografía, la del general Sucre. Personalmente, o bajo su inspiración, se redactaron cuatro Constituciones, a saber: la Ley Fundamental del 17 de diciembre, creadora de Colombia (Angostura); la Constitución de Cúcuta (1821); el proyecto de Constitución para Bolivia (1825); y el decreto orgánico de la dictadura (1828). No tuvo tiempo para completar su obra magna: la unidad política de Latinoamérica, la liberación de Cuba y Puerto Rico, el apoyo a Argentina contra el imperio brasileño, la Confederación Andina (1825), la ayuda a la propia España para liberarse de los monarquistas (1826), en fin, el establecimiento de una sociedad utópica, donde se logre «la mayor suma de felicidad posible, la mayor suma de seguridad social y la mayor suma de estabilidad política» (1819). En 20 años de intensa vida política, 7538 días de actividad revolucionaria, a partir de su misión diplomática a Londres (1810) y hasta su deceso en Santa Marta, casi no hubo día en que no redactara una carta o emitiera un decreto, o que recorriera 13 kilómetros diarios en promedio.
América ha reconocido a Bolívar como el paradigma y símbolo más querido de su identidad y soberanía. En 1842 el Congreso de Venezuela dispuso que las cenizas del Libertador fueran trasladadas con toda pompa de Santa Marta a Caracas y reposan hoy en el magnífico Panteón Nacional. En 1846 Colombia puso la estatua de Pietro Tenerani en el centro de Bogotá. En 1858 Lima le erigió una estatua ecuestre, reconociéndolo como Libertador de la nación peruana.
En 1891 Santa Marta puso una estatua de mármol junto a la Quinta de San Pedro Alejandrino. Ya desde la segunda mitad del siglo XIX se le levantaron monumentos en casi todas las ciudades importantes de América y en muchas de Europa. Se cumplió así la insuperable sentencia de Choquehuanca: «Con los siglos crecerá vuestra gloria como crece la sombra cuando el sol declina».
INTEGRACION DE LA PERSONALIDAD DE SIMON BOLIVAR
Tres son esencialmente los cauces formativos de la personalidad cultural del Libertador: los maestros, los viajes y las lecturas.
Bolívar dice que fue educado como podía serlo un niño rico en la América bajo dominio hispano, nunca le faltaron instructores de calidad. Su madre y su abuelo buscaron para la enseñanza inicial al Pbro. José Antonio Negrete, a Guillermo Pelgrón, Fernando Vides y otros distinguidos preceptores; entre éstos también contóse Andrés Bello como maestro de literatura y geografía; igualmente recibió lecciones de matemática del ilustrado Padre Andújar, noble personalidad intelectual y humana, muy admirada por Humboldt; también fue discípulo del Licenciado Sanz. Fue don Simón Rodríguez, sin embargo, el más influyente maestro de Bolívar; a ningún otro en todo instante -y especialmente en los años de gloria y de altura- le reconoció tanto poder sobre su corazón; sólo de Rodríguez dijo: "cuyos consejos y consuelos han tenido siempre para mí tanto imperio".
Don Simón Rodríguez, precursor y animador de la inquietud bolivariana, es por antonomasia el Maestro del Libertador; antes de que éste independizara a América, -su "maestro universal"- hace su tarea: independiza a Bolívar, lo divorcia de la realidad tradicional y lo acerca a la verdad futura; le ayuda a conseguir la perspectiva propia de un creador, a intuir su faena y a calcular las fuerzas de sus auxiliares y sus enemigos. Simón Rodríguez llama a Bolívar a ser terriblemente cuerdo entre aquellos mediocres que se autoestiman depositarios del buen juicio y de la sensatez, y a los ojos de los cuales la Independencia tenía que ser una "locura" singular.
La enseñanza de Rodríguez se cumple en la adolescencia y en los umbrales mismos de su edad adulta; superados algunos roces de la infancia entre maestro y discípulo, roces que nunca más recordará El Libertador, la compenetración entre ambos es intensa y duradera. Por el carácter independiente y rebelde de Rodríguez se comprende que cale tan hondo en el espíritu del joven.
Además de los maestros señalados, cuya enseñanza se desenvolvía sin "método" y con irregularidades motivadas por circunstancias propias de un alma inquieta y mimada, hay que señalar como los únicos estudios sistemáticos realizados por Bolívar, los de matemática en la Academia de San Fernando de Madrid. En esta ciudad hizo además el estudio de las lenguas francesa e inglesa con profesores competentes, bajo la inspección de su representante el Marqués de Ustáriz.
Conviene subrayar que adelantándose al concepto de la educación integral, los responsables de la formación bolivariana no se preocuparon sólo por los conocimientos teóricos; El Libertador recibió desde niño lecciones de esgrima, equitación y baile.
Desde la antigüedad se ha apreciado el valor formativo de los viajes. Nada mejor para el logro de una genuina mentalidad comprensiva, de un, espíritu tolerante, de una visión perspectiva capaz de recibir la relatividad de las culturas, y por ende, de facilitar el progreso y desterrar el dogmatismo.
El propio Libertador asigna a los viajes una importancia fundamental en su carrera; el 10 de mayo de 1828 decía: "es de creer que en Caracas o San Mateo no me habrían nacido las ideas que me vinieron en mis viajes, y en América no hubiera tomado aquella experiencia ni hecho aquel estudio del mundo, de los hombres y de las cosas que tanto me ha servido en todo el curso de mi carrera política".
Tres viajes realizó Bolívar a Europa con motivos diversos, pero tácitamente con un solo fin: construcción de su personalidad, búsqueda y acumulación de experiencias, elaboración de un destino. El primer viaje, siendo niño, es de estudios y culmina con su matrimonio. Pasa por México y Cuba, se sitúa en España y conoce Francia. Tiene oportunidad de presenciar la coronación de Napoleón y de sentir desprecio por primera vez, por la actividad que responde única y ciegamente a la ambición de poder. El segundo viaje lleva por propósito la distracción de la viudez temprana, dura tres años en los cuales disipa una cuantiosa fortuna material, culmina en el Monte Sacro y en el Juramento definitivo: es el viaje de aprendizaje con Rodríguez. Visita España, Inglaterra, Francia, Portugal, Italia y parte de Austria y Alemania; a su regreso desembarca en los Estados Unidos. La visión de los diversos pueblos europeos, colectividades con tradición que arranca de remotos tiempos, lo hará ser más comprensivo con su pueblo. En Europa logrará un más exacto sentido de las proporciones que no puede alcanzar en su patria, hallará una más vieja y alta tribuna para asomarse al espectáculo del devenir universal. Europa lo incita a la reflexión. Con satisfacción maravillada advierte que los problemas de América desde allá se miran con más claridad. Bolívar se descubre a si mismo en Europa, se aprecia mejor, se autocritica con mayor justicia; en este viaje eligió su signo y cimentó la evidencia de que no iba equivocado. Bolívar calibra en este viaje la diferencia entre Europa y América: un continente con entidad espiritual lograda en más de dos mil años; y otro, con el problema de culturas desiguales que no logran fundirse, con tres siglos apenas de historia conocida, en trance de indagación de su propia alma.
En el tercer viaje a Europa, va de diplomático a la Gran Bretaña, como intérprete de una de las primeras embajadas venezolanas. Bolívar tiene ocasión de gustar calmadamente la vida inglesa, este viaje es también, por eso, fundamental; sentirá siempre una admiración extraordinaria por el pueblo inglés, en el cual halla mucho de lo que falta en América y que él se empeña en fundar: estabilidad, respeto, dignidad, sensatez, sentido práctico, le produce la más viva impresión; quiere para América ese grupo sencillo de virtudes británicas: realización efectiva de la libertad y democracia en un clima sin violencias; tradición amorosamente cultivada como elemento vertebrador de la personalidad colectiva a través de las épocas. Esta justa apreciación de la calidad de la sociedad británica es la razón que lleva a Bolívar a recomendar cuantas veces puede una alianza de América con el estilo de vida de Inglaterra.
No sólo a Europa se dirigió la inquietud bolivariana; después, en plena contienda emancipadora, y por imperativos y necesidades de la misma, recorre a pie, a caballo, en flecheras, bergantines, goletas, etc., la mayor porción del continente americano. Desde Boston a Plata, los puntos más septentrionales y meridionales del itinerario bolivariano, prácticamente nada le es desconocido; tuvo la vivencia exacta de la patria americana; Bolívar la vivió y la sintió íntegramente, y siempre estuvo donde fue necesaria su presencia. Quienes en nuestro tiempo viajan por vía aérea sobre los altos picos y profundas hondonadas de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, más o menos paralelamente al Pacifico, se asombran de la dimensión material del esfuerzo bolivariano.
Desde su adolescencia Bolívar tuvo el hábito de la lectura; el suyo fue un proceso continuo de vigorización y renovación de su personalidad intelectual. Es imposible construir una lista exhaustiva de los autores leídos por Bolívar, pero remitiéndonos nuevamente a la información contenida en sus escritos, debemos indicar a grandes rasgos que conocía los clásicos de la antigüedad, griegos y romanos: Homero, Polibio, Plutarco, César, Virgilio; todos los géneros. Clásicos modernos de España, Francia, Italia e Inglaterra. Igualmente de los más diversos sectores intelectuales: desde filósofos y políticos como Hobbes, hasta poetas como Tasso y Camoens, pasando por naturalista como Buffon, astrónomos como Lalande, economistas como Adam Smith. En sus cartas pueden hallarse muchos nombres regados con espontaneidad: los enciclopedistas y planificador Revolución Francesa, conocidos y estudiados a fondo y cuya influencia en el credo bolivariano es fácil de señalar: Montesquieu sobre todos. Rousseau, D'Alambert, Condillac, Voltaire. Además Cervantes, Locke, Helvetius, Ossian, Goguet, Llorente, Napoleón, Rollin, Berthot, De Pradt, Filangieri, Mahon, La Fontaine, Constant, Madame Staël, Grotius, Humboldt, Ramsay, Beaujour, Mably, Dumeril, Delius, Montholon, Arrien, Sismondi, etc.
En parte de sus libros, que regala a Tomás C. Mosquera en 1828, se encuentran los más diversos títulos. Claro índice de que su cultura no era unilateral es, además de los autores citados, la siguiente diversidad de títulos, idiomas y materias de su biblioteca: Epoques de I'Histoire de Prusse; Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán; Description Générale de la Chine; Dictionnaire Géographique; Voyage to the South Atlantic; Gramática Italiana; Diccionario de la Academia; New Dictionary Spanish and English; Encyclopédie des enfants, Life of Washington; Dictionnaire des Hommes Célébres, Life of Scipio; Mémoires du Général Rapp; Medias Anatas y Lanzas del Perú; Cours Politique et Diplomatique de Bonaparte, Espíritu del derecho; Influences des Gouvernements; Congreso de Viena; Viajes de Anacarsis; Fétes el courtisanes de la Gréce; Code of laws of the Republic of Colombia.
Fue la suya una pasión de cultura que no conoció término; en todos y cada uno de los maestros del saber universal quiso aprender siquiera una idea que sirviera a la perfección de la obra de su vida: la creación de su América, su programa revolucionario.
Profesores había tenido hasta entonces; maestros, no. El maestro por antonomasia de Bolívar es Don Simón Rodríguez.
Antes de Rodríguez, los profesores habían tratado, sin gran éxito, como advertimos por la primera carta que de él conocemos, la carta al tío Pedro, de inculcarle conocimientos: el capuchino Andújar, de primeras letras, de religión, de moral, de gramática española; Andrés Bello, sólo dos años mayor que Bolívar, de aritmética, geografía y cosmografía; Guillermo Pelgrón, de latín. También tuvo otro profesor de nombre Vides. Ninguno dejó huella en él.
Algunos de estos profesores lo fueron simultáneamente. Todos contribuyeron, junto con la desaplicación del discípulo, para que éste aborreciese la sabiduría y a los sabios. Por lo menos a los sabios de la Colonia. Enseñanza baldía; profesores inútiles.
La casualidad pone en manos de Simón Rodríguez, pedagogo per sé y fanático de Juan Jacobo Rousseau, a un niño sano, rico, de alcurnia, inteligente, sin familia, sin padres siquiera a quienes rendir estrecha cuenta de aquella infancia. En suma, encuentra el Emilio ideal. Y Simón Rodríguez inicia la educación que aconseja Rousseau en su Emilio.
Bolívar es el primer hombre moderno, quizás el único, que haya sido educado para hombre libre. Para hombre libre, según Rousseau. Así como a los príncipes los educan para Reyes, a Bolívar lo educan para vivir libremente. El exageró un poco y se convirtió en Libertador.
Rodríguez le hizo cerrar los libros de texto y le abrió el gran libro de la naturaleza. Le enseña antes que nada a ser fuerte de alma y de cuerpo convivir con la naturaleza, sin ser víctima de ella. Le enseña a dar grandes caminatas a cabalgar días enteros, a nadar, a saltar. En los estanques, ríos y lagunas del campo nativo nada como un tritón horas y horas. Le transmite oralmente cuanto el discípulo puede asimilar. Y le obliga a leer a los grandes autores clásicos como Plutarco y a los modernos como Rousseau. A eso se limita.
Tenía el hábito de la lectura, que conservó toda su vida. Según Mancini, al salir de Venezuela había tomado para la travesía del Atlántico, a Plutarco, Montesquieu, Voltaire y Rousseau. Más de veinte años después, en 1828, Voltaire era su preferido, según Perú de Lacroix: "Después de almorzar -dice éste en el Diario de Bucaramanga- S.E. fue a ponerse en su hamaca y me llamó para que oyese el modo con que traduce los versos franceses en castellano; tomó la Guerra de los Dioses y la leyó como si fuera una obra escrita en español; lo hizo con facilidad, con prontitud y elocuencia; más de una hora quedé en oírlo y confieso que lo hice con gusto y que muy raras veces tuvo necesidad S.E. pedirme de traducirle algunas voces. En la comida volvió S.E. en hacer el elogio de la obra del Caballero de Parni; pasó después a elogiar las de Voltaire, que es su autor favorito; criticó luego algunos escritores ingleses, particularmente a Walter Scott, y concluyó diciendo que la Nueva Eloísa de Juan Jacobo Rousseau no le gustaba, por lo pesado de la obra y que sólo el estilo es admirable; que en Voltaire, se encuentra todo: estilo, grandes y profundos pensamientos, filosofía, crítica fina y diversión".
El propio Libertador dejó referencias de los autores que estudió y una de ellas parece referirse a la época de su vida en París. Sus expresiones en este caso -carta a Santander, fecha 20 de mayo de 1825- tienen desusada violencia, a causa de sentirse herido por un "godo, servil, embustero" que le atribuía escasos conocimientos: "Mi madre y mis tutores -dice- hicieron cuanto era posible para que yo aprendiese: me buscaron maestros de primer orden en mi país. Robinson, que Ud. conoce, fue mi maestro de primeras letras y gramática; de bellas letras y geografía, nuestro famoso Bello; se puso una academia de matemáticas sólo para mí por el padre Andújar, que estimó mucho el barón de Humboldt. Después me mandaron a Europa a continuar mis matemáticas en la Academia de San Fernando; y aprendía los idiomas extranjeros con maestros selectos de Madrid; todo bajo la dirección del sabio marqués de Ustáriz, en cuya casa vivía. Todavía muy niño, quizá sin poder aprender, se me dieron lecciones de esgrima, de baile y de equitación. Ciertamente que no aprendí ni la filosofía de Aristóteles, ni los códigos del crimen y del error; pero puede ser que Mr. de Mollien no haya estudiado tanto como yo a Locke, Condillac, Buffon, D'Alembert, Helvetius, Montesquieu, Mably, Filangieri, Lalande, Rousseau, Voltaire, Rollin, Berthot y todos los clásicos de la antigüedad, así filósofos, historiadores, oradores y poetas, y todos los clásicos modernos de España, Francia, Italia y gran parte de los ingleses".
"Con todo, las obras de los autores franceses modernos, y los filósofos de esa nación, forman lo más consistente de su acervo cultural, o por lo menos lo que más ampliamente se refleja en sus escritos. Los nombres de Montesquieu, de Rosseau, de Voltaire -en especial, los dos primeros- son frecuentemente mencionados, y sus ideas aducidas, sea para apoyarlas o para combatirlas. Se tiene la impresión -pero no es, hasta ahora, sino eso- de que las obras de Montesquieu hablan principalmente a la inteligencia de Bolívar, en tanto que las de Rousseau hallan sobre todo eco en su sensibilidad. Junto a ellos, el conde Volney, cuya dedicatoria en la edición castellana cita Bolívar textualmente en su Discurso de Angostura y de quien vuelve a acordarse en el Cuzco, en 1825. También el abate Raynal, Marmontel, la baronesa de Staël, Carnot el Convencional, Benjamín Constant, el poeta Casimir Delavigne, el Abate De Pradt, el Obispo Gregoire, el conde Guibert, La Condamine, el Abate Carlos de Saint Pierre, Sieyés. Y, junto a ellos, Racine y Corneille, Boileau, La Fontaine y Descartes, para no repetir los nombres que el propio Bolívar da en su carta de Arequipa".
O'Leary también nos menciona los filósofos estudiados por El Libertador; y no puede haber duda de que se refiere a la época del segundo viaje de Bolívar a Europa, cuando dice: "Helvecio, Holbach, Hume, entre otros, fueron los autores cuyo estudio aconsejó Rodríguez". Y agrega: "Admiraba Bolívar la austera independencia de Hobbes, a pesar de las marcadas tendencias monárquicas de sus escritos; pero le cautivaron más las opiniones especulativas de Spinoza, y en ellas, tal vez, debemos buscar el origen de algunas de sus propias ideas políticas". La seguridad con que lanza estos juicios el cuidadoso edecán de El Libertador, nos hace meditar. ¿Será lícito suponer que Bolívar comentó a menudo con él los autores que cita? Sabemos que El Libertador le encargó a Chile, en 1823, obras de Voltaire, Locke, Robertson y otros escritores.
Al 1legar a París, él y Fernando Toro se encontraron con varios jóvenes hispanoamericanos, entre los cuales estaban los ecuatorianos Carlos Montúfar y Vicente Rocafuerte. Montúfar era hijo del Marqués de Selva Alegre, que sería en 1809 Presidente de la Junta Revolucionaria establecida en Quito, la primera en Suramérica; y él mismo dio su vida en la lucha por la independencia. Rocafuerte no tomó parte activa en la emancipación, y por eso se sentía en una "falsa posición" frente a sus antiguos compañeros, y fue enemigo de El Libertador durante los últimos años de la Gran Colombia.
Entre estos extranjeros en la flor de la edad, así agrupados en la ciudad encantadora, se estableció rápidamente amable e íntima camaradería. En la cual participaba -sorprendente hallazgo- don Simón Rodríguez, el recordado maestro de Caracas. No olvidemos que Rodríguez apenas había rebasado los treinta años, y por eso fue, en gran parte, sólo un compañero más en aquel grupo. En 1826 le escribía a Bolívar: "No sé si usted se acuerda que estando en París, siempre tenía yo la culpa de cuanto sucedía a Toro, Montúfar, a usted y a todos sus amigos", palabras que sugieren las amistosas riñas que a cada momento surgirían entre aquellos jóvenes y el travieso pero respetado pedagogo.
La vocación de Bolívar era el ejercicio de las armas. En enero de 1797 ingresó como cadete en el Batallón de Milicias de Blancos de los Valles de Aragua, del cual había sido Coronel años atrás su propio padre. No tenía aún 14 años cumplidos. En julio del año siguiente, cuando fue ascendido a Subteniente, se anotaba en su hoja de servicios: Valor conocido, aplicación: sobresaliente. El adiestramiento práctico en los deberes militares lo combinaba Bolívar con el aprendizaje teórico de materias consideradas entonces la base de la formación castrense: las matemáticas, el dibujo topográfico, la física, etc., que aprendió en la Academia establecida en la propia casa de Bolívar por el sabio Capuchino Fray Francisco de Andújar desde mediados de 1798, y a la cual asistían también varios amigos de Simón.
A comienzos de 1799 viajó a España. En Madrid, bajo la dirección de sus tíos Esteban y Pedro Palacios y la rectoría moral e intelectual del sabio Marqués de Ustáriz, se entregó con pasión al estudio. Recibió allí la educación propia de un gentilhombre que se destinaba al mundo y al ejercicio de las armas: amplió sus conocimientos de historia, de literatura clásica y moderna, y de matemáticas, inició el estudio del francés, y aprendió también la esgrima y el bailé, haciendo en todo rápidos progresos. La frecuentación de tertulias y salones pulió su espíritu, enriqueció su idioma, y le dio mayor aplomo.
RASGOS FISICOS
Y ahora sí, próximo a la plenitud, aunque sólo tenía veintitrés años, y enriquecido por conocimientos y observaciones sobre los cuales había aprendido a reflexionar, podemos comenzar a buscar en él al futuro Libertador. Tal como se presentó en Caracas le convenía ya, con las salvedades imprescindibles, el retrato que muchos años después le hizo su edecán O'Leary: "Bolívar -escribe- tenía la frente alta, pero no muy ancha, y surcada de arrugas desde temprana edad, indicio de pensador; pobladas y bien formadas cejas; los ojos negros, vivos y penetrantes; la nariz larga y perfecta: tuvo en ella un pequeño lobanillo que le preocupó mucho, hasta que desapareció en 1820 dejando una señal casi imperceptible; los pómulos salientes; las mejillas hundidas, desde que lo conocí en 1818; la boca fea y los labios algo gruesos. La distancia de la nariz a la boca era notable. Los dientes blancos, uniformes y bellísimos; cuidábalos con esmero. Las orejas grandes pero bien puestas. El pelo negro, fino y crespo lo llevaba largo en los años 1818 a 1821, en que empezó a encanecer. Y desde entonces lo usó corto. Las patillas y bigotes rubios; se los afeitó por primera vez en el Potosí, en 1825. Su estatura era de cinco pies seis pulgadas inglesas. Tenía el pecho angosto; el cuerpo delgado, las piernas sobre todo. La piel morena y algo áspera. Las manos y los pies pequeños y bien formados que cualquier mujer habría envidiado. Su aspecto, cuando estaba de buen humor, era apacible, pero terrible cuando irritado: el cambio era increíble.
"Hablaba mucho y bien; poseía el raro don de la conversación y gustaba de referir anécdotas de su vida pasada. Su estilo era florido y correcto; sus discursos y sus escritos están llenos de imágenes atrevidas y originales. Sus proclamas son modelos de la elocuencia militar. En sus despachos lucen, a la par de la galanura del estilo, la claridad y la precisión. En sus órdenes, que comunicaba a sus tenientes, no olvidaba ni los detalles más triviales, todo lo calculaba, todo lo preveía".
"Tenía el don de la persuasión, y sabía inspirar confianza a los demás. A esas cualidades se deben, en gran parte, los asombrosos triunfos que obtuvo en circunstancias tan difíciles, que otro hombre sin esas dotes y sin su temple de alma se habría desalentado. Genio creador por excelencia, sacaba recursos de la nada".
"Gran conocedor de los hombres y del corazón humano, comprendía a primera vista para qué podía servir cada cual; muy rara vez se equivocó. Hablaba y escribía francés correctamente, e italiano con bastante perfección; de inglés sabía poco, aunque lo suficiente para entender lo que leía. Conocía a fondo los clásicos griegos y latinos, que había estudiado, y los leía siempre con gusto en las buenas traducciones francesas".
Así lo verían, a su regreso, en Caracas. Ahora sí era verdad que "nadie lo reconocería", según la expresión hiperbólico que usan en Venezuela, sobre todo los ancianos, para indicar los cambios experimentados por un joven.
PERSONALIDAD
Nota sobresaliente en la faceta intelectual de El Libertador es la objetividad, o sea, la característica mental que permite reconocer y apreciar los hechos -independientemente de la simpatía o antipatía que puedan inspirar- en su tamaño propio y dentro de estructuras totales.
La objetividad en Bolívar se expresa en dos direcciones. Una individual, que denominaremos autocrítica, concretada en el exacto conocimiento de sí mismo. Y otra referida hacia los demás, y que llamaremos ecuanimidad.
En el político es fundamental conocerse. Es rara esta cualidad; lo corriente es que el individuo ignore sus posibilidades, que se supervalore o se subestime, que tenga entrabada su personalidad por una de esas embarazosas armaduras psíquicas que son los complejos. En el prepórtico de su vida pública, Bolívar escribió: "Es siempre útil el conocerse, y saber lo que se puede esperar de sí". Con claridad entendió cuál era su empresa, y no se equivocó en cuanto a su temperamento y sus aptitudes. Dice que no está hecho para la función sedentaria y que detesta la administración. Sabe que los peligros lo tonifican; siente que su ánimo se estimula ante la adversidad. No pide reposo material para pensar mejor; sabia abstraerse, aislarse en medio de humanos torbellinos y concentrarse en la meditación de sus ideas. "Hay hombres -decía- que necesitan estar solos y bien retirados de todo ruido para poder pensar y meditar; yo pensaba, reflexionaba y meditaba en medio de la sociedad, de los placeres, del ruido y de las balas. Sí, me hallaba solo en medio de mucha gente, porque me hallaba con mis ideas y sin distracción".
En cuanto a su personalidad mental -en sentido estricto- la apreciación más exacta, comprobable por quienquiera que analice su obra, es la que de manera condensada él mismo formula así en 1825: "No soy difuso.... soy precipitado, descuidado e impaciente..., multiplico las ideas en muy pocas palabras".
Un testimonio fidedigno, aparte de los escritos a disposición del más severo examen, el de Luis Peru de Lacroix en 1828, confirmará la concisión bolivariana. Peru de Lacroix lo vio y observó muy de cerca: "En todas las acciones de El Libertador y en su conversación se ve siempre, como he dicho, una extrema viveza: sus preguntas son cortas y concisas; le gustan contestaciones iguales, y cuando alguno sale de la cuestión, le dice, con una especie de impaciencia, que no es lo que ha preguntado: nada difuso le gusta".
Su precipitación la había observado desde su niñez; en la primera carta que de él se conserva dice que se le "ocurren todas las especies de un golpe". Esa precipitación le impedirá ser más afortunado y certero en la planificación de ciertas instituciones. Es igualmente fácil comprobar lo que afirma sobre su descuido e impaciencia.
Merece consideración particular su aserto autocrático de que multiplica las ideas en muy pocas palabras. El mérito de Bolívar, implícito en su peculiar don de síntesis, es el de su riqueza conceptual e ideológica. Podrían citarse muchas expresiones suyas, líneas breves con una potencia de enseñanza insospechada a simple vista. Por esta característica, su pensamiento ha sido objeto de las más diversas interpretaciones; algo parecido a lo que, salvando la distancia, ocurre con versículos bíblicos. Todos los traficantes políticos, los gestores de todos los partidos americanos han buscado en palabras de Bolívar, banderas para sus parcialidades; ello no lo asombra: "Con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal, y muchos lo invocan como el texto de sus disparates". Medítese la frase: el texto de sus disparates, y se comprenderá por qué ha sido difícil para el lector ordinario, acostumbrado a las informaciones indirectas, el conocimiento verídico de las ideas de Bolívar. En la mayor parte de los casos, el lector común, nuestro hombre medio, precisamente aquél para quien forjó El Libertador su doctrina, se halla perplejo al no poder separar la propaganda de la verdad. Son muy escasos los intérpretes objetivos y globales del pensamiento bolivariano; todavía se persiguen en la obra de El Libertador expresiones sueltas para pretender justificar indignidades o cubrir miserias. A Bolívar no puede comprendérsele si el estudioso no posee al par que una mentalidad científicamente capaz, comprensiva y avisada, una gran escrupulosidad ética. Aún abundan esos que hábilmente silencian la voz acusadora de Bolívar, para dar resonancia a la parte que parece servirles en sus aventuras; pero si esta traición al pensamiento bolivariano, en cuanto a un inteligente escamoteo de sus palabras, es absolutamente perniciosa, más lo es aún la interpretación desagajada de su unidad original. Son solidariamente culpables del pésimo conocimiento que se tiene de Bolívar, todos sus intérpretes fragmentarios. Su obra no es para leerse y comprenderse por cuotas, ni para asimilarse en frases aisladas. El estudio honesto, y naturalmente el estudio científico -con la ética propia de la investigación auténtica- ha de penetrar en la unidad, ha de reconstruir previamente el panorama; en este sentido el método indicado es buscar la estructura, entender en conjunto y asimilar de manera global. Tal es la fórmula para un acercamiento válido a su obra; y no se crea que ésta es una recomendación más o menos influída por los métodos científicos en boga; es pauta del propio Libertador, quien precisamente refiriéndose al Discurso de Angostura -su más densa expresión política- da al futuro la técnica interpretativa por intermedio de su amigo Don Guillermo White: "Tenga Ud. la bondad de leer con atención mi discurso, sin atender a sus partes, sino al todo de él".
Múltiples testimonios de un espíritu ecuánime, de una mentalidad objetiva capacitada para mirar la verdad sin apasionamiento, hallamos repetidas veces en su obra. Su ecuanimidad no se empaña ni se desmiente, ni siquiera cuando se trata de hechos que le atañen por referirse a su familia. Tampoco cuando se trata de sus amigos; los conoce bien, y sabe dónde pueden dar el mejor rendimiento.
Sus aciertos en la apreciación de méritos son notables, el cariño no logra desviarlo; así dice llanamente a Santander en 1823: "los intendentes de Bogotá y Caracas son eminentemente malos, con ser los mejores del mundo y mis mejores amigos". Esta virtud mental posee mucho interés para la estimación de su labor intelectual; ya no habrá sorpresa cuando se diga que El Libertador era un observador de mirada precisa, capacitado para formular una crítica imparcial. Esta cualidad especialmente ha de tener fecunda proyección en su opinión política, sociológica e histórica.
Era además un hombre de mirada aguda; no pasaba tan inadvertidamente por encima de las cosas mínimas, como ordinariamente se cree. Está siempre atento a su circunstancia con ojos que abarcan a los grandes hechos y a los pequeños: en Guayaquil nota prontamente que se casan muy tempranos los muchachos; desde Lima subraya que "en Caracas era moda pensar todos mal contra el gobierno". Y véase igualmente el caso del joven Michelena a quien destituye en Lima; la conducta de Bolívar responde en este caso a un cuidadoso proceso de observación.
Su don observador unido a su ecuanimidad llévalo a un conocimiento exacto de sus hombres; ya anotamos que conocía las aptitudes de éstos.
Estudiaba la personalidad psíquica de sus amigos, y aplicaba a cada uno el tratamiento adecuado; en este sentido es un psicólogo espontáneo, sus cartas más cuidadosas y políticas son para Santander, sus cartas más plenas de nobleza y afecto son para Sucre.
Por último en la fisonomía intelectual de Bolívar señalaremos su tendencia discreta al humorismo, la facilidad para captar -hasta en momentos serios- la nota risueña. Asimismo llamamos la atención sobre su forma tan espontánea de mezclar expresiones populares en sus cartas; Bolívar repetía frases del vulgo, conocía sus refranes y los aplicaba con tino
Cualidades morales de Bolívar son la nobleza de espíritu y la constancia. La nobleza espiritual ya supone una serie de virtudes, supone sobre todo una buena capacidad de desprecio; Bolívar sabía despreciar, sorprende que en sus cartas no se ocupe, con la debida insistencia, de sus enemigos; trabajo cuesta indagar en su correspondencia los nombres de sus adversarios.
La constancia es el denominador común de la empresa de Bolívar; jamás cede él en su propósito, su voluntad "no desmaya y aún se fortifica con la adversidad", por eso la consigna de Pativilca ha llegado a simbolizar su carácter. "El valor, la habilidad y la constancia corrigen la mala fortuna", dijo en su primer memorial político. Es efectivo el afán que jamás se doblega.
Su carácter práctico y dinámico, encaminado directamente hacia sus objetivos, explica una de sus críticas básicas a los hombres de la Primera República, quienes, a juicio de Bolívar, se equivocaron al pensar que sus principios saldrían victoriosos y serían respetarlos por su sola verdad y bondad intrínsecas. El triunfo de una doctrina es obra de tenacidad y de lucha, su bondad es aliciente y estímulo para que sus propugnadores no la abandonen.
La vida entera de Bolívar fue fiel a la idea de la necesidad de la acción permanente; reconocía en todo instante la creadora proyección de la energía, sin ella "no resplandece nunca el mérito, y sin fuerza no hay virtud, y sin valor no hay gloria". En la historia halla asideros, recuerda que más le valió a Cicerón un rasgo de valentía que todos los prodigios de su genio. Si se investiga el perfil de su deber, se comprende por qué existe en Bolívar junto a un carácter generoso un hombre riguroso e inexorable, terrible cuando las circunstancias son terribles. Su actividad utiliza los elementos propios de la disciplina y de la fuerza cuando ha menester; no sólo fusila desertores y traidores y encarcela delincuentes y deudores del Estado, sino que su justicia toca hasta sus allegados. En hora crítica, obligado a restar una ventaja a sus antagonistas, decreto la guerra a muerte; después vendrá el momento de celebrar el tratado regularizador de la contienda; y el mismo firmante de la proclama de Trujillo señalará más adelante a sus soldados "la obligación rigurosa de ser más piadosos que valientes".
El Libertador tenía noción de su propia personalidad, y sabía los linderos y la dimensión de su esfuerzo. Conoció la magnitud de su obra; era llano y sencillo. En las páginas de Peru de Lacroix, quien lo retrata con ojos de intimidad, se advierte la personalidad de Bolívar constituida por rasgos sobrios y severos, fáciles en todo momento de ser reconocidos y observados sin misterio.
La figura moral de Simón Bolívar se refleja en todas su expresiones. El investigador científico no encuentra inconsecuencias en los escritos de Bolívar, porque no las hubo. Don Vicente Lecuna, sabio en materia bolivariana, recogió en forma que obliga la gratitud del mundo, la obra escrita de El Libertador. La honestidad y competencia del eminente compilador es garantía suficiente de que no ha habido lagunas convencionales, ni ocultamientos, ni tergiversaciones, ni cortes ni enmendaturas. Las fuentes, siempre claras, están indicadas en todas las publicaciones hechas por Lecuna, con absoluta precisión.
Mas no es necesario buscar en los libros la dimensión moral de Bolívar, más que en palabras ella consta en hechos, está en la vida de quien pudo decir: "¡Para qué necesitaré yo de Colombia! ¡Hasta sus ruinas han de aumentar mi gloria! Serán los colombianos los que pasarán a la posteridad cubiertos de ignominia, pero no yo. Ninguna pasión me ciega en esta parte, y si para algo sirviera la pasión en juicios de esta naturaleza, sería para dar testimonios irrefragables de pureza y desprendimiento. Mi único amor siempre ha sido el de la patria; mi única ambición, su libertad".

miércoles, 16 de diciembre de 2015

SIMÓN BOLÍVAR MÁS ALLÁ DE LA ETERNIDAD

Bolívar escuchó, en los estertores de la muerte, los ladridos fantasmales de Nevado, el perro fiel que le acompañó en muchas batallas. Esa misma mañana del 17 de diciembre se lo encomendó para siempre al indígena Tinjacá, al que la tropa y oficiales de nuestro Simón, apodaron como “El edecán de Nevado”.
Raúl Freytez / Óleo de Arturo Michelena año 1888
Óleo de Arturo Michelena (1888). Esta obra de arte se encuentra en el Palacio de Gobierno de Carabobo.
Óleo de Arturo Michelena (1888). Esta obra de arte se encuentra en el Palacio de Gobierno de Carabobo.
Sí. Libertador. Mi “Título más glorioso”
Quiso Dios de salvajes formar un gran imperio y creó a Manco Cápac; pecó su raza, y mandó a Pizarro. Después de tres siglos de expiaciones, ha tenido piedad de la América y os ha creado a vos. Sois pues el hombre de un designio providencial; nada de lo hecho atrás se parece a lo que habéis hecho; y para que alguno pueda imitaros, será preciso que haya otro mundo para libertar... Habéis fundado cinco repúblicas, que en el inmenso desarrollo a que están llamadas, elevarán vuestra grandeza, donde ninguno ha llegado. Vuestra fama aumentará así como aumenta el tiempo con el transcurso de los siglos y así como crece la sombra cuando el sol declina”. (Premonición del mestizo peruano José Domingo Choquehuanca).
Bolívar lo tuvo todo desde niño pues su familia era adinerada, y ahora yacía en un catre ante la vista de su séquito, extenuado por las enfermedades mal curadas, la crudeza de las batallas y las desilusiones. Aún era muy rico, pero solo en la grandeza de su obra magna, la libertad de Colombia, Ecuador, Panamá, Perú y Venezuela, así como la fundación de Bolivia. El Libertador jamás se aprovechó del erario público. “Declaro que no poseo otros bienes más que las tierras y minas de Aroa, situadas en la Provincia de Carabobo” (hoy territorio de Yaracuy), según el cuarto punto del Testamento de Simón Bolívar, del 10 de diciembre de 1830.
Ciudad de Santa Marta, departamento del Magdalena, Colombia. En sus últimas horas de vida, entre los sopores de la agonía, Simón Bolívar con seguridad cabalgó al galope de los recuerdos. Se vio al frente de los soldados más valientes de la época; esos hombres sabían que en cada batalla su hora había llegado, pero antes de morir se llevaron con ellos por lo menos dos o más enemigos al infierno. ¿Trescientos años de calma no bastan?
Bolívar deliraba. Con los ojos cerrados se solazó en el aroma de las mujeres que tuvo a montones, y no solo por su grandeza de genio universal, sino también por su presencia “embrujadora”, “encantadora”, “galante”, sencillamente abrumadora. Pero no hay nombres. Los caballeros no tienen memoria.
De repente se vio niño en los brazos de quienes fueran sus nodrizas ocasionales, y su boca reseca saboreó la tibieza del líquido perlino de Luisa Mancebo de Miyares, una dama española y luego amamantado por Hipólita, una esclava negra de la familia Bolívar y Blanco. En ese instante sus labios se entreabrieron, pero no dejó escapar más que un débil gemido.
Bolívar recordó el tronar de la tierra tras el escape del ejército español que triplicaba sus fuerzas armadas con mayor número de soldados, pero los pocos patriotas que tenía a su mando, que luego se hicieron miles, buscaban la libertad de Venezuela aunque perdieran la vida en el intento.
El soldado recordó el recorrido a lo largo del río Magdalena, hasta llegar a Cúcuta, y de ahí rápidamente a San Antonio del Táchira, seguido de sus leales oficiales Ricaurte, D'Elhuyar, Urdaneta, Ribas y Girardot, entre muchos patriotas para iniciar la Campaña Admirable que lo llevó triunfante a Caracas. Era el año de 1813. Luego los vítores del pueblo llegaron a sus oídos: ¡Es el Libertador! Eso fue en Mérida. El sudor bañaba su frente y el escalofrío febril le hacía temblar cada palmo de su cuerpo. Sí. Libertador. Mi “Título más glorioso”.
El pueblo de Mucuchíes, en su Plaza Bolívar, erigió un monumento al indígena Tinjacá y a "Nevado".
El pueblo de Mucuchíes, en su Plaza Bolívar, erigió un monumento al indígena Tinjacá y a "Nevado".
“¡Se me murió mi señor!”
Gritos y olor a pólvora. La guerra. O ellos, o nosotros. Y entonces firmó el Decreto de guerra a muerte. Corrió mucha sangre, pero ese apenas fue el inicio. Luego fue José Tomás Boves, después La Victoria, San Mateo y Carabobo. Los Llanos, Bogotá, Perú, Ecuador…El hedor a menjurjes, remedios y pócimas del doctor Reverend le hizo toser y de nuevo se desvaneció en la oscuridad de sus pesadillas, mientras recibía los santos sacramentos en las palabras serenas de Hermenegildo Barranco, el humilde sacerdote de Mamatoco, pastor de almas en ese poblado de Santa Marta.
Bolívar escuchó, en los estertores de la muerte, los ladridos fantasmales de "Nevado", el perro fiel que le acompañó en muchas batallas. Esa misma mañana del 17 de diciembre se lo encomendó para siempre al indígena Tinjacá, al que la tropa y oficiales de nuestro Simón, apodaron como “El edecán de Nevado”.
Ahora le obligan a bajarse del lomo de su caballo Palomo, su corpulento ariete de batalla más preciado, un regalo de la campesina colombiana Casilda. Entre el rumor opacado y triste de los oficiales y allegados presentes en esa pequeña habitación de la Quinta San Pedro Alejandrino, la bestia de pelaje blanco escuchó la débil orden de su amo. Un relincho hizo palpitar las sienes del Libertador. La orden era esperarlo más allá de la eternidad.
El 17 de diciembre de 1830 falleció Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, unos minutos después de la una de la tarde. Algunos autores afirman que a la 1:03.55. Tenía 47 años de edad. El médico que estuvo a su lado, Alejandro Próspero Reverend no pudo hacer nada más para mitigar su agonía. José Palacios, su mayordomo oficial, en un rincón del cuarto evocó las frases de Su Excelencia: “Vámonos, aquí no nos quieren”, y exclamó entre sollozos: “¡Se me murió mi señor!”.
El cuerpo del Libertador fue sepultado en el altar mayor de la Catedral Basílica de Santa Marta, hasta el año de 1842 que trasladaran su ataúd a la ciudad de Caracas, en el Templo de San Francisco para los funerales de rigor. Posteriormente su féretro fue conducido a la cripta de los Bolívar y Palacios en la Capilla de la Santísima Trinidad de la Catedral caraqueña. Luego su tumba estuvo ubicada en la nave central del Panteón Nacional de Venezuela y en la actualidad sus restos mortales reposan en una urna de cristal en el nuevo mausoleo construido como una extensión del Camposanto, obra dirigida por el arquitecto Francisco Sesto. La urna de plomo donde estuvo desde 1876 hasta 2011 está en el Museo Bolivariano”.
El general Mariano Montilla, siempre fiel al legado del Libertador, fue uno de los acompañantes de los últimos días de Bolívar, junto a otros oficiales, y contrató al médico francés, Alejandro Próspero Reverénd, quien aceptó la encomienda sin cobrar honorario alguno. Luego redactó 33 boletines dando parte del grave estado de salud del ilustre paciente.

BOLETÍN NÚMERO 32 (ÚLTIMOS DÍAS DEL LIBERTADOR)
Todos los síntomas están llegando al último grado de intensidad; el pulso está en el mayor decaimiento; el fácies está más hipocrático que antes; en fin, la muerte está próxima. Frotaciones estimulantes, cordiales y sagú. Los vejigatorios han purgado muy poco. —Diciembre 17, a las siete de la mañana.—REVEREND.
BOLETÍN NÚMERO 33
Desde las ocho hasta la una del día que ha fallecido S. E. el Libertador, todos los síntomas han señalado más y más la proximidad de la muerte. Respiración anhelosa, pulso apenas sensible, cara hipocrática, supresión total de orines, etc. A las doce empezó el ronquido, y a la una en punto espiró el Exmo. Señor Libertador, después de una agonía larga pero tranquila.—San Pedro, Diciembre 17, a la una del día—REVEREND.
Es copia: fecha a la una y media de la tarde.—Cepeda, Secretario.
Cartagena, enero 12 de 1831.
El secretario de la prefectura, JUAN BAUTISTA CALCAÑO.