sábado, 1 de febrero de 2014

Nace Cecilio Acosta (01-02-1818)

(Domingo, 1 de Febrero de 1818)
Nace Cecilio Acosta (01-02-1818)
La infancia de Cecilio Acosta transcurre en San Diego de los Altos (Edo. Miranda), aldea donde nace y vive hasta los trece años. Las primeras enseñanzas las recibe del Pbro. Mariano Fernández Fortique (1790-1866), párroco del lugar. La muerte prematura del padre de Acosta hace de la madre, dolía Margarita Revete Martínez, el centro del hogar. De un hogar extremadamente pobre, donde sobra el afecto y el estímulo para la superación.
Influido por su mentor, Acosta se encamina hacia el Seminario. En él permanece entre 1831 y 1840. Adquiere conocimientos de teología, religión, historia sagrada y latín. Lee a grandes pensadores y poetas de la Iglesia: Santo Tomás, Fray Luis de León, Santa Teresa de Jesús y Fray Luis de Granada.
Hacia 1839 asoma en Acosta una profunda crisis vocacional. Al año siguiente abandona el Seminario. Se inscribe en la Academia de Matemáticas fundada por Juan Manuel Cajigal (1803-1856), y obtiene el diploma de Agrimensor (1840).
En setiembre de aquel año, asiste a la Facultad de Derecho de la Universidad Central. Al cabo de una lucha bizarra contra la estrechez económica y su endeble salud, recibe el título de Abogado (1848).
Siendo estudiante, divulga sus primeros escritos en periódicos caraqueños. Desde entonces escribe con frecuencia. La hoja del diario es uno de los medios que más utiliza para comunicar sus ideas. Deja constancia del aprecio que tiene por el periódico, o "el libro del pueblo", como él lo llama.
Fueron muy escasos los cargos públicos que desempeñó Acosta. Secretario de la Facultad de Humanidades de la Universidad Central (1848), Titular de la Cátedra de Legislación Universal, Civil y Criminal y de Economía Política (1853). En 1872, fue designado Miembro de la Comisión Codificadora por el Gral. Antonio Guzmán Blanco (1829-1899).
Vivió, pues, apartado de compromisos burocráticos. Ganó con ello independencia de criterio y tiempo para estudiar y meditar. Tuvo la pobreza por compañera. En 1876, le escribe a su hermano Pablo: "Estoy muy pobre. No tengo para pagar esta carta para Ospino, que pondrás en la estafeta".
A la penuria económica hay que añadir las consecuencias de haberse enemistado, en sus últimos años, con Guzmán Blanco. Sólo escasos y fieles amigos se atrevían a visitarlo en su modesta vivienda. Pero entre sus ilustres contertulios se contaron José Martí y Lisandro Alvarado.
El viernes 8 de julio de 1881 falleció Cecilio Acosta. Su pobreza era tan rigurosa, que hubo necesidad de apelar a la caridad de sus amigos para costear los gastos de entierro. Moría en la indigencia quien había sido millonario en conocimientos útiles y en altos valores éticos.
Pocos días después de su muerte, el gran pensador y libertador cubano José Martí, quien por entonces residía en Caracas, publicó su hermosísima elegía en homenaje a Cecilio Acosta, y la inició con estas solemnes palabras:
Ya está hueca, y sin lumbre, aquella cabeza altiva, que fue cuna de tanta idea grandiosa; y mudos aquellos labios que hablaron lengua tan varonil y tan gallarda; y yerta, junto a la pared del ataúd, aquella mano que fue siempre sostén de pluma honrada, sierva de amor y al mal rebelde. Ha muerto un justo: Cecilio Acosta ha muerto. Llorarlo fuera poco. Estudiar sus virtudes e imitarlas es el único homenaje grato a las grandes naturalezas y digno de ellas. Trabajó en hacer hombres: se le dará gozo con serlo.
LA OBRA EN VERSO
Cecilio Acosta sólo escribe unos cuantos poemas, algunos ocasionales, para las páginas privadas del álbum. Se mueve entre el Neoclasicismo y el Romanticismo, con evidente predominio del primero de estos movimientos.
Ejemplo de la inclinación neoclásica de Acosta lo constituye su poema de mayor extensión, La mujer (s.f.), del que sólo se conoce un fragmento. Por las octavas reales de este canto desfilan arquetipos femeninos eternos: Eva, Helena, Lavinia, Andrómaca, todas ellas, demasiado marmóreas y convencionales, hijas de la erudición antes que de la inspiración.
Cuando se vuelve sobre su propia circunstancia, logra una poesía de auténtica tonalidad romántica. El véspero (1881), escrito el año de su muerte, es un "farewell", el poema de la despedida suprema. Como el astro de la tarde, Acosta vive su hora crepuscular. La serenidad del lucero brilla tranquila en el confín remoto, e inunda de paz el espíritu de quien se aproxima al reino de las sombras.
Alcanza su mayor vuelo poético cuando escribe sobre una vida campesina, idílica y abundante, en contraste con la dura, airada y pobre existencia a que lo ha llevado su destino de hombre honesto, predicador de verdades que dolían a los poderosos.
La casita blanca (1872). El tema principal de este poema surge tres veces, cuando menos, en la obra de Cecilio Acosta. Cada vez, impregnado de una tonalidad espiritual diferente.
En La casita blanca se aprecian los siguientes motivos: 1) Descripción idílica del paisaje rural donde está ubicada; 2) Una escena de cacería; 3) El acogedor ambiente hogareño que aguarda a los labriegos al caer la tarde; 4) Descripción arcádica de la abundancia, simbolizada por la blanca cuajada, el ordeño, la leche y el rubio grano; 5) Votos de paz, de abundancia y de amor.
Estas ideas poéticas aparecen dentro de la obra de Acosta, antes y después de La casita blanca a veces, como descripciones expresadas con las mismas palabras, si bien no con igual tonalidad. Todo ello revela que se trata de un tema recurrente, que parecía no abandonarlo. Donde primero irrumpen, como una nota alegre de las gratas diversiones campesinas, es en Cosas sabidas y cosas por saberse (1856). Ya para despedirse del amigo a quien dirige la extensa epístola, lo imagina disfrutando de la vida rural, así:
Tú -supongo yo- te desquitarás ahora con la historia de tu campo. En las diversiones de cacería perseguirás, ora en los espesos matorrales a la lapa, ora en las tendidas lomas al venado, de la una parte los compañeros de monte desparramados en la falda, de la otra, los manchados perros saltando entre alegres ladridos la quebrada; mientras en la casa, que se mira desde lejos, se alza lentamente sobre el techo el humo de la lumbre del almuerzo.
Por segunda vez, el tema idílico aparece en La casita blanca (1872), escrito para el álbum de una amiga, y concebido como un rosario de votos para la inspiradora del poema.
La tercera vez que Acosta reelabora el tema central de La casita blanca es en la carta en romance asonantado que dirige al humanista colombiano Miguel Antonio Caro (1874). Ya no tienen estos versos el tono alegre y votivo de otros tiempos. Acosta está muy pobre, y mal visto políticamente. La tonalidad que es ahora elegíaca, adquiere verdadera y trágica dimensión. Lo que Acosta le describe a Caro no son fantasías de poeta, ni votos para mujer amada: es el fantasma de la miseria económica, felizmente conjurado por el espíritu de la paz interior.
Cecilio Acosta no fue gran poeta. En su caso, como en el de Toro y González, existe superioridad notoria del prosista sobre el versificador, del hombre de pensamiento sobre el único. Está por estudiarse el valor literario de su prosa, así como su posible influencia sobre el estilo de José Martí, tenido como el iniciador de la prosa modernista, justamente con su necrología para Cecilio Acosta, escrita en Caracas.
EL PROSISTA
 
La prosa de Cecilio Acosta se caracteriza por una gran precisión en el uso del lenguaje. Esta precisión envuelve el empleo de un rico vocabulario, por una parte, y la ordenación sistemática de las ideas, por la otra. Hay, en todos sus escritos, como un dibujo nítido, despojado de elementos retóricas, que le permiten al lector captar rápidamente el contenido ideológico que Acosta desea trasmitir. Es, si se quiere, prosa pedagógica, hecha para enseñar, porque, bien visto, don Cecilio fue un maestro de pueblos, que utilizó el periódico como cátedra. De esta especie de prédica continua, y de su formación clásica -más que romántica- le llega a la prosa de Acosta esa serenidad y ordenamiento que revelan una inteligencia clara y un estilo hecho a la medida de lo que se quiere decir, matizado con frases sentenciosas, y construido a base de oraciones cortas que dan la impresión de un temperamento intelectual reflexivo. Cecilio Acosta es uno de los grandes prosistas venezolanos del siglo diecinueve. Uno de sus admiradores, y, en cierta medida, discípulos durante su breve paso por Caracas, llegaría a ser el primer prosista hispanoamericano de la pasada centuria. Su nombre, José Martí.
EDUCACION Y PROGRESO
En 1856, Acosta publicó uno de sus ensayos de mayor importancia, el más conocido por los lectores de nuestro tiempo. Lo tituló: Cosas sabidas y cosas por saberse, y lo escribió en forma de carta, dirigida a un amigo suyo, residente de algún lugar del campo venezolano. En este ensayo, dedica mayor espacio y profundidad de pensamiento a sus ideas pedagógicas, aplicadas a la realidad venezolana para evaluar en forma crítica el estado de atraso y la orientación equivocada de los estudios que por entonces se realizaban en la universidad.
¿Cuáles son, en materia educativa, estas cosas sabidas de que va a hablarnos don Cecilio, y cuáles son, particularmente, las cosas por saberse? Antes es indispensable recordar un acontecimiento que se produjo en aquel mismo año de 1856: la instalación en nuestro país del primer telégrafo, entre Caracas y La Guaira. Este paso de avance en las comunicaciones hizo saltar de gozo a Don Cecilio. Se dio cuenta cabal de un fenómeno que se ha hecho más ostensible en nuestra época: con la electricidad y el vapor, el hombre estaba comenzando a conquistara la velocidad, símbolo del progreso acelerado. Piénsese lo que significaba el vapor que movía los barcos no sujetos ya a los caprichos del viento; o que arrastraba locomotoras, capaces de transportar centenares de personas a una velocidad muchisimo mayor que la de los vehículos tirados por caballos. Piénsese en las imprentas de vapor, que podían moverse con una rapidez vertiginosa si se las comparaba con las primitivas prensas manuales. Y ahora, imaginemos lo que significa poder trasmitir por telégrafo una noticia en obra de minutos, cuando antes, esa misma noticia, transportada por vía terrestre, demoraba días o semanas en llegar a su destino. Todo esto conmueve a don Cecilio y lo pone a pensar que está asistiendo al nacimiento de una nueva era:
Sin duda ninguna, tal es el espíritu general de la época, y tal el rumbo que llevan ya las cosas. Entre nosotros, no obstante lo rústico de muchas de nuestras poblaciones, que están aún en estado primitivo, se nos ha metido de rondón el telégrafo, como por desbordamiento, de los lugares donde sobra, como un heraldo de nuevos destinos, como una trompeta que viene a dar la alarma de la civilización, como un ángel de luz, ávido de devorar espacios en todos partes.
Este "heraldo de nuevos destinos", esta "trompeta que viene a dar la alarma de la civilización" despierta la reflexión don Cecilio acerca de si es acertada o no la clase de enseñanza que se imparte en el país. Con un sentido tal vez excesivamente pragmático, él va a repetirnos a su manera cosas que ya son sabidas, pero va a anunciarnos otras que están por saberse.
1) Necesidad de instrucción elemental generalizada. Cada ser humano nace dotado por la naturaleza para vivir en sociedad. Es preciso desarrollar esas dotes básicas en cada quien, porque de la capacidad individual nace la capacidad colectiva. En consecuencia,
La enseñanza debe ir de abajo para arriba, y no al revés, como se usa entre nosotros, porque no llega a su fin, que es la difusión de las luces. La naturaleza, que sabe más que la sociedad, y que debe ser su guía, da a cada hombre, en general, las dotes que le habilitan para los menesteres sociales relacionados con su existencia; para ser padre de familias, ciudadano o industrial; y dé aquí, la necesidad de la instrucción elemental, que fecunda esas dotes, y la especie de milagro que se nota en su fomento.
2) Enseñanza universitaria para los mejor dotados. La enseñanza elemental debe ser generalizada, porque su misión es lograr que todos aprendan a leer y a escribir, para que nadie se quede al margen del progreso. La enseñanza superior, no tiene la misma finalidad. Las universidades parecen más bien propias para quienes nacen con dotes intelectuales de excepción:
el talento especulativo, las facultades sintéticas, el genio, es de muy pocos; el estadista, el mecánico trascendental, el poeta, el orador, el médico de combinaciones, el calculador que ve en los números las relaciones, el naturalista que sorprende en los hechos las leyes, se cuentan con los dedos...
Y una de dos como consecuencia de lo dicho: o las universidades deben ser sólo para los que tienen inteligencias extraordinarias, o deben convertirse en instituciones tan rigurosas y exigentes que sólo quienes son más capaces puedan graduarse en ellas. ¿Cómo era la universidad venezolana en tiempos de Acosta?
3) Enjuiciamiento de la universidad venezolana y de sus egresados.
Figúrate ahora, por contraposición, un cuerpo científico como el nuestro, puramente reglamentario, con más formalidades que substancia, con preguntas por único sistema, con respuestas por único ejercicio; un cuerpo en que las cátedras se proveen sólo por votos, sin conceder al público una partecita de criterio; en que se recibe el título, y no se deja en cambio nada; en que no quedan, con pocas y honrosas excepciones, trabajos científicos, como cosecha de las lucubraciones, y en que el tiempo mide, y el diploma caracteriza, ¿no te parece una fábrica, más bien que un gimnasio de académicos? Agrega ahora, que de ordinario se aprende lo que fue en lugar de lo que es; que el cuerpo va por un lado, y el mundo va por otro; que una universidad que no es el reflejo del progreso, es un cadáver que sólo se mueve por las andas; agrega, en fin, que las profesiones son sedentarias e improductivas, y tendrás el completo cuadro. El título no da clientela, la clientela misma, si la hay, es la lámpara del pobre, que sólo sirve para alumbrar la miseria de su cuarto; y de resultas, vienen a salir hombres inútiles para sí, inútiles para la sociedad, y que tal vez la trastornan por despecho o por hambre, o la arruinan, llevados de que les da necesidades y no recursos... ¡Qué de males! ¿Yo dije que se fabricaban académicos? Pues ahora sostengo que se fabrican desgraciados, y apelo a los mismos que lo son.
Lo mejor en esto es, que mi testimonio es imparcial. Et non ignarus mali, etc.; y así no se me podrá decir, que me meto a catedrático sin cátedra o a evangelista sin misión. Si yo no dogmatizo (contestaría); si yo no predico; si yo no hago otra cosa, respecto a mí, que quejarme; respecto a los demás, que señalar. Ahí está: véase el doctorado, ¿qué es?; véanse los doctores, ¿qué comen? Los que se atienen a su profesión, alcanzan, cuando alcanzan, escasa subsistencia; los que aspiran a mejor, recurren a otras artes o ejercicio; y nunca es el granero universitario el que les da pan de año y hartura de abundancia. En cuanto a mi personita, para libertarla de censura, si tal fuera preciso, harto sabes que yo cambiaría la pluma del jurisconsulto por el delantal del artesano, y que suspiro por el momento en que, dado a otro trabajo análogo a mi gusto, pueda reírme a carcajadas del buen Gregorio López, por bueno que sea, y de otros tan buenos como él, que han pretendido sustituir las citas a la lógica, el comentario a la ley, y la autoridad a la razón.
Hasta aquí Acosta nos ha dicho cosas sabidas. En adelante, su ensayo es una especie de profesión de fe en el porvenir, un continuo avizoramiento de los beneficios que aguardan al hombre del futuro. Son las cosas por saberse.
4) Futuro promisor del hombre.
Algún día, el día que esté completa, la historia se hallará no ser menos que el desarrollo de los deseos, de las necesidades y el pensamiento; y el libro que la contenga, el ser interior representado. Las usurpaciones de mando, los desafueros en el derecho, el Yo por el Nosotros, son dramas pasajeros, aunque sangrientos, vicisitudes que prueban la existencia de un combate, cuya victoria ha de declararse al fin por la fuente del poder, por la igualdad de la justicia, por la totalidad de la colección. De los tronos, unos han caído y otros ya caen, la guerra feroz huye, la esclavitud es mancha, la conquista no se conoce, casi desaparecen las fronteras, las naciones se abrazan en el Gabinete, los intereses se ajustan en los mercados, la autoridad va a menos, la razón a más; y multiplicados los recursos, y expeditos los órganos, se acerca el momento de paz y dicha para la gran familia de los hombres. El pueblo triunfa, el pueblo debe triunfar; pongo para ello por testigo, a la civilización, que le ha refrendado sus títulos, y a Dios, que se los dio. El respira, él siente, él quiere, y debe tener goces; él ha sufrido mucho, y debe alguna vez sentarse a la mesa. No tarde (me parece que asisto al espectáculo), se le verá en el mundo batiendo palmas, libre y señor, y conversando de silla a silla, de igual a igual, como en un mismo salón inundado de luz por el telégrafo y la imprenta.
En este mismo orden de ideas, y utilizando a cada paso la contraposición entre el pasado y el futuro, Acosta va trazando su pensamiento pedagógico, en un estilo que se caracteriza por la frase corta y sentenciosa:
Enséñese lo que se entienda, enséñese, lo que sea útil, enséñese a todos; y eso es todo.
¿Qué gana el que pasa años y años estudiando lo que después ha de olvidar, porque si es en el comercio no lo admiten, si es en las fábricas tampoco, sino quedarse como viejo rabino entre cristianos?
¿Hasta cuando se ha de preferir el Nebrija, que da hambre, a la cartilla de las artes, que da pan, y las abstracciones del colegio a las realidades del taller?
Acosta enjuicia lo anacrónico y empolvado de una enseñanza que él considera inútil, porque no responde a las necesidades de la época, y concluye sintetizando así su ideario educativo:
Descentralicemos la enseñanza, para que sea para todos; démosle otro rumbo, para que no conduzca a la miseria; quitémosle el orín y el formulario, para convertirla en flamante y popular; procuremos que sea racional, para que se entienda, y que sea útil para que se solicite. Los medios de ilustración no deben amontonarse como las nubes, para que estén en altas esferas, sino que deben bajar como la lluvia a humedecer todos los campos. No disputemos al sabio el privilegio de ahondar en las ocultas relaciones; pero después que éstas son principios, pongámoslos cuanto antes en contacto con las inteligencias, que son el campo que fecundan, y habremos logrado quitar a las ciencias el misterio que las hace inaccesibles. La verdad es colectiva, está hasta en el mozo de cordel; y se acortará el camino para hallarla, multiplicando sus elementos y sus órganos. Cuantos más ojos vean, más se ve, cuantas más cabezas piensen, más se piensa; y si del bien público nace a su vez el privado, cuanta más familia coopere, será más abundante la labor. Nada vale seguir lo que fue, sino ejecutar lo que conviene. Si es menester penas a los padres para que obliguen a los hijos a aprender, que haya penas; si el inglés y el francés son los idiomas de las artes e industrias, hagámoslos, en lo posibles, generales; si hubiere gastos, ningún gasto más santo que el que se reembolsa con usura. Los conocimientos, como la luz, esclarecen lo que abrazan; como ella, cuando no ilumina a distancia, es porque tienen estorbos por delante.
EL PENSADOR
El pensamiento político de Acosta ha sido calificado de conservador, y liberal. Es evidente, sin embargo, que no resulta fácil encasillarlo en una o en otra tendencia. Así se expresa en un artículo publicado en 1868:
Nunca hemos sido hombres de poder, pero sí somos hombres de doctrina. Formas representativas, efectividad de garantías, administración política que obre y que custodie, administración de justicia independiente, gobierno responsable, libertad de imprenta y de palabra, no escrita sino en acción, enseñanza para el pueblo tan extendida como el aire, instrucción científica, tan amplia cual puede ser, instrucción religiosa como alimento del alma y alma de las costumbres, libertad de sufragio, libertad de representación, libertad de asociación, publicidad de los actos oficiales, publicidad de las cuentas, camino para toda actitud, corona tejida para todo mérito; todo a fin de que haya industrias florecientes, paz y crédito interior, crédito fuera, funcionados probos, moral social, hábitos honestos, amor al trabajo, legisladores entendidos, leyes que se cumplan, y de que la virtud suba, el talento brille, la ineptitud se esconda, la ignorancia se estimule y se vea al cabo de esta obra armónica -que es la obra de Dios- una patria que no avergüence.
En estas ideas de Acosta se dan las características generales que Harold J. Laski ha señalado como propias del liberalismo europeo, y que, en resumen, son las siguientes: Noción de la libertad, confinamiento de la actividad gubernamental dentro del marco de los principios constitucionales, sistema adecuado de derechos fundamentales que el Estado no tenga la facultad de invadir; defensa de la propiedad privada; sistema de gobierno representativo; derecho a la libre asociación; desconfianza de todo intento de impedir, mediante la actividad del gobierno, el libre juego de las actividades individuales.
Pero si muchas facetas del pensamiento de Acosta son de inspiración liberal, otras responden a un ideario conservador.
Acosta cree con fervor que es posible alcanzar la equidad, la paz y el progreso sociales por un lento camino evolutivo, fundado en la educación popular y en el trabajo creador de todos. Este punto de vista lo lleva a rechazar el derecho a rebelión que asiste a los oprimidos, no porque estuviese de parte de los opresores, ni por el hecho en sí de la revolución, ni porque negase razón al esclavo que se vuelve contra el amo, sino porque creía honradamente que detrás de las víctimas del combate, estaban ocultos los sempiternas azuzadores, los que medraban en cada nueva revuelta armada, los que agitando consignas de bienestar popular, en el fondo defendían intereses mezquinos y personalistas. De esta posición suya existen abundantes testimonios, muy especialmente, en la polémica que mantuvo con Ildefonso Riera Aguinagalde.
En el primero de los artículos de esta polémica, Acosta expone todo un credo pacifista y evolutivo. Deja sentado que las guerras deben evitarse por multitud de razones, comunes a todos los tiempos y países. Estima que el gobierno nacido de un campo de batalla necesariamente ha de resultar personalista, puesto que se integra alrededor del caudillo triunfante y de su grupo.
En segundo término, Acosta establece diferencias entre las revoluciones europeas y las hispanoamericanas. En otros pueblos, dice, se produce la participación de los grandes intereses capitalistas, ubicados en ciudades populosas, representados por los bancos, las bolsas de comercio, los gremios ricos; pero una vez consumado el cambio de gobierno, los grandes intereses capitalistas vuelven a sus actividades normales de lucro y dejan que el gobierno los represente en libertad de acción.
No sucede lo mismo entre nosotros, pues la agitación revolucionaria recluta sus prosélitos en los medios rurales. Si la causa triunfa, hay que buscarles un cargo burocrático a aquellas gentes buenas y sencillas que la apoyaron, y cuando esto sucede, tenemos a individuos improvisados en el gobierno a los que, o hay que despedir disgustándoles, o hay que retener con el correspondiente gravamen para el erario público y la natural deficiencia en los servicios del Estado. Y así, afirma don Cecilio, o poder para todos, o revolución para los excluidos. ¿Cuál es, a la postre, el resultado de estas seudo-revoluciones? A don Cecilio no le da grima señalarlo. Su valerosa pluma no vacila en poner al desnudo los tejidos descompuestos del cuerpo social venezolano:
Funcionarios que no saben, administración que no ve claro, política que teme o que vacila, vocaciones frustradas, industrias desiertas, producción diminuta, parásitos chupones: y flotando arriba, como una amenaza, hombres en otro tiempo felices en el trabajo, que son después, aunque desgraciados, enemigos de él, porque, ya exánime, no les da medios para sus goces ni fomento para su lujo. Hay dos pueblos: uno que se afana para las contribuciones, encorvado bajo el peso del impuesto, otro que vive de él; uno que llora, otro que ríe; y entre tanto el desequilibrio reventando la máquina social, el descontento aflojando sus resortes, lucha sorda entre gobernantes y gobernados, y señalado tal vez un campo donde se libre la final, para cambiar papeles y representar de nuevo el mismo drama.
Muchas de las ideas políticas de Cecilio Acosta están superadas. El mismo reconoció que, siendo perfectible el mundo social, cada nueva generación tiene el derecho y el deber de superar a la precedente, y convertir en realidades lo que ayer fueron teorías. Pero lo que no pierde vigencia en el ideario de Acosta, es su honradez, su patriotismo acendrado y auténtico, su desinteresada consagración a la causa del bien público.

Natalicio de Ezequiel Zamora

Sábado, 1 de Febrero de 1817)
Natalicio de Ezequiel Zamora
Militar, dirigente popular y primer caudillo social del siglo XIX; líder del Partido Liberal, al lado de Juan Crisóstomo Falcón y Jefe del Movimiento Federalista.
Ezequiel Zamora nació en la población de Cúa, estado Miranda, el 1º de febrero de 1817. De él dice Gil Fortoul que «tuvo todas las cualidades buenas o malas del héroe popular: bravura, fanatismo partidario, constancia indomable, odio sincero o, como él mismo de decía, horror a la oligarquía».
Perteneció a una clase social conocida con el nombre de «blancos de orilla». Al trasladarse a Caracas continúa la escuela primaria al estilo de Lancaster.
Zamora se radica en la población aragüeña de Villa de Cura donde establece una tienda de víveres; allí desarrolla un prestigio de comerciante probo y respetuoso. Para ese momento en que el joven Ezequiel aún no ha frisado los 30 años, su relación con los comerciantes y el pueblo le permiten palpar el descontento social provocado por la crisis económica que ocasionó la guerra de la independencia y ante las propuestas del abanderado del liberalismo Antonio Leocadio Guzmán se une a él, convirtiéndose en el Jefe regional de los Liberales.
El 7 de septiembre de 1846 Zamora se alza en Guambra, utilizando las consignas: Tierra y hombres libres, Respeto al Campesino y Desaparición de los Godos, ganando la devoción popular y el nombre de «General del Pueblo Soberano».
El 20 de febrero de 1859 estalla en Coro la Guerra Federal con Juan Crisóstomo Falcón a la cabeza como supremo caudillo del movimiento. Zamora se une a Falcón a quien de inmediato lo nombra Jefe de Operaciones de Occidente. Como brazo ejecutor de la Guerra Federal desarrolla una gran actividad y gracias a su carisma logra organizar un ejército popular a favor de los federalistas. El 4 de junio de 1859 recibe el título oficial de «Valiente Ciudadano».
Tres meses dedicó Zamora a la organización de las tropas para lo que sería la batalla decisiva, como en efecto lo fue el 10 de diciembre de 1859, la famosa Batalla de Santa Inés, donde es derrotado el ejército centralista. Después de esta acción Zamora se dirige al centro del país y en el asalto a la ciudad de San Carlos, Estado Cojedes, el 10 de enero de 1860 muere el General Ezequiel Zamora, uno de los líderes de la Federación, durante la Guerra Federal. La bala que asesinó a Zamora no se supo nunca de dónde partió; algunos afirman que provino del bando enemigo; otros sostienen que fue de sus propios compañeros de armas.
Ezequiel Zamora nació en medio de las violentas luchas que contra España realizaban los libertadores de Venezuela; en la hondonada de Cúa, en los valles del Tuy Medio, en un pueblo apacible y tranquilo. Pasó los primeros años de su vida acudiendo a una escuela elemental donde aprende los rudimentos de la lectura y la escritura.
Si bien es cierto que perteneció a "los blancos de orilla", la posición de su familia no era del todo precaria, pues eran propietarios en medio de una situación económica que hacía depender la vida de la producción agrícola.
El haber aprendido a leer y escribir le valió mucho en un país donde el analfabetismo era un mal crónico en más del 90% de la población; con este instrumento pudo lograr nociones de ideas políticas y entender la doctrina del Partido Liberal, leer los periódicos y una que otra obra de Historia Universal donde se reflejaba la lucha de los pueblos por alcanzar la libertad.
Ezequiel Zamora se fue formando también en el campo de la vida real, adquiriendo la experiencia de la "universidad de todos los días". Cuando su madre Paula Correa se traslada a Caracas, Zamora trata de continuar sus estudios, pero la vida en la capital era distinta y tuvo que ayudar a su madre en labores que le produjeron el sustento. Así vemos cómo, desde muy joven va adquiriendo experiencia y configurando su noble y recia personalidad, para luego ponerla al servicio de una causa que a la larga será desvirtuada y hasta traicionará los postulados por los cuales luchó Zamora.
Los liberales no fueron sumisos a la posición del nuevo gobierno conservador encabezado por Julián Castro y de inmediato procedieron a planificar qué debían hacer para quitar del poder a los conservadores, y vemos cómo Ezequiel Zamora quien se había embarcado hacia Curazao, entra en contacto permanente y directo con los jefes del liberalismo, pero en mayor contacto con las gentes que se quedaron en el país, ellos le irán suministrando información y no descansará en su empeño de reiniciar la lucha contra los que ostentaban el poder porque no importa quién estuviera en él, qué pensamiento pusiera en práctica, cuál el carácter de la Constitución; lo importante era estar en el poder, era necesario buscar las formas de obtenerlo y Zamora que era hombre de "tareas a emprender", comprendió que su participación en el Gobierno sólo se lograba a través de la intervención armada, así que no tuvo que esperar mucho tiempo y pudo dirigir desde la isla de Curazao la insurrección que se produce en Coro el 20 de febrero de 1859.
Sin lugar a dudas, él era el gran jefe de esa insurrección, el que la planificó, y a través de los mensajeros marinos que constantemente comunicaban a La Vela con Willemstad, pudo controlar y dirigir la insurrección con un carácter bastante personalista, porque ninguno de los otros grandes jefes del liberalismo se percató del plan y la realización de la insurrección de Coro, ni siquiera su cuñado, el General Juan Crisóstomo Falcón, quien fungía de jefe de los liberales y se enfureció al saber que su cuñado había dirigido la sublevación de Coro sin haber tenido él participación alguna; no obstante, Zamora, que no era muy amigo de estar pidiéndole opinión a nadie para emprender una acción, llegaba a Coro el 22 de febrero y tomaba el mando del alzamiento.
El recibimiento a Zamora en Coro fue algo apoteósico, todo el pueblo se fue a la plaza a recibir al gran caudillo, al incansable ejecutor, al que conduciría la Guerra de la Federación. Ese pueblo, ese mismo pueblo oirá su voz encendida.
Bajo el mando del guerrillero que mejor podía conducirla se inicia la guerra de los cinco años. Guerra sangrienta y profunda donde las pasiones se desbordan por la boca de los fusiles y por el machete cola de gallo del llanero.
De esta gesta ninguno mejor para levantar un ejército miliciano que Zamora, pues él estaba en el alma del desierto y había calado en las hondas entrañas de nuestro pueblo. En él veían los rurales la expresión de lucha constante e incansable por la existencia. Con él lucharán y conducirán a la Federación por los caminos victoriosos.
De todas las guerras civiles que sufrió Venezuela en el siglo pasado, la más cruel y encarnizada fue la Guerra Federal o Guerra Larga, que se libró entre 1859 y 1863. Fue un conflicto armado que estalló como culminación de la lucha política que sostenían liberales y conservadores desde 1840. El primer estallido de este conflicto se produjo en 1846 cuando el gobierno conservador, ante el peligro de perder las elecciones de aquel año, desató una feroz represión contra los liberales, encarcelando a muchos de sus dirigentes, entre ellos al fundador, y líder del liberalismo,
Antonio Leocadio Guzmán. A causa de aquella política agresiva del gobierno se produjeron numerosos alzamientos, entre ellos los de Francisco Rangel y Ezequiel Zamora; pero fueron dominados por el gobierno. Rangel murió y Zamora, hecho prisionero, fue sentenciado a muerte. La sentencia no se cumplió, porque al igual que a Antonio Leocadio Guzmán, el Presidente José Tadeo Monagas le conmutó la pena por el destierro. Fue precisamente en estos meses de finales de 1846, cuando se produjo el cambio de orientación del gobierno de Monagas, quien rompió con los conservadores y se alió con los liberales, partido de oposición al gobierno conservador. Gracias al apoyo liberal y mediante la adopción de ciertas medidas importantes, como la derogación de la ley del 10 de abril, la abolición de la esclavitud, y otras, Monagas se mantuvo en el poder hasta marzo de 1858, cuando el golpe militar dirigido por Julián Castro lo derrocó del poder. Pero las masas liberales comenzaron de nuevo a alzarse, como en 1846; en todo el país se formaron guerrillas hasta constituir un movimiento general de lucha armada que tomó en sus manos la bandera de la federación y agitó las consignas proclamadas por el partido liberal: "Elección popular. Principio Alternativo. Horror a la oligarquía".
La Guerra Federal fue, pues, la lucha de las masas populares dirigidas por el partido liberal contra la oligarquía, que pretendía recuperar el poder que perdió el 24 de enero de 1848.
La Guerra Federal no fue un mero estallido militar, ni tampoco un episodio más de la lucha entre los caudillos. Por el contrario, este conflicto constituyó una verdadera conmoción popular, que convulsionó el país durante cinco años y dejó profunda huella en la vida nacional. Conviene pues, señalar las principales causas que provocaron la Guerra Federal:
1.-La pervivencia de problemas económicos y sociales que la República, después de treinta años de vida independiente, no había podido resolver. En primer término, el problema de la tierra. Unas pocas familias, descendientes de la antigua oligarquía criolla y unos cuantos caudillos salidos de la guerra de independencia, reunieron en sus manos inmensas propiedades y mantuvieron su dominio sobre los campesinos. El latifundio continuó extendiéndose como base de todo aquel sistema semifeudal, mediante la apropiación por los particulares de grandes extensiones de terreno baldío. La injusticia de este régimen de propiedad territorial en manos de un pequeño grupo de grandes terratenientes frente a una gran mayoría de campesinos desposeídos y explotados, influyó en las masas populares que se incorporaron en la lucha contra la oligarquía.
En segundo término, el problema de la esclavitud. La abolición decretada en 1854, empeoró la situación social, pues los 40.000 esclavos liberados, se encontraron sin tierras y sin ayuda para incorporarse activamente a la vida económica. Los ex-esclavos tuvieron que permanecer al servicio de sus antiguos amos, quienes fijaron los salarios y las condiciones de trabajo a su antojo. La situación de miseria de este sector de trabajadores, contribuyó también al descontento de las masas rurales que nutrieron las filas de la federación.
2.-La repercusión que tuvo en la vida económica del país, la crisis monetaria internacional de 1858. Esta crisis afectó directamente el comercio exterior de Venezuela por la baja en los precios de los frutos de importación; redujo los ingresos del fisco que provenían en su casi totalidad de los impuestos de aduana y fue causa de, la ruina de muchos hacendados.
"El precio del café bajó un 20%, el de los cueros un 70%, el de productos de la caña un 50%. A partir del año fiscal 1852-53, los presupuestos fueron deficitarios. Los sucesivos empréstitos negociados por el gobierno no lograron resolver la situación "y fueron muchos los terratenientes arruinados o en trance de arruinarse, que se sumaron sin vacilaciones a la causa liberal atribuyendo al desgobierno de los godos, el general desajuste."
3.-La influencia que tuvo en el pueblo la prédica de ideólogos que contribuyeron a despertar los anhelos y aspiraciones de las masas populares, orientándolas en su lucha por la igualdad, contra los propietarios y el régimen de tenencia de la tierra.
4.-La vuelta al poder de la oligarquía, a raíz de la caída de Monagas. Después de la revolución de marzo, los conservadores intentaron restablecer la hegemonía y el exclusivismo que ejercieron hasta 1846. Pero los liberales, que venían de diez años en el gobierno de los Monagas, contaban ahora con caudillos militares de influencia en las masas rurales y tenían enorme apoyo popular. Estos caudillos iniciaron levantamientos en todo el país contra los conservadores. La insurrección prendió en todas partes bajo la dirección de los caudillos, del liberalismo. La federación pasó a ser la consigna central del movimiento: "la federación es el gobierno de los libres". Y los Federales (o "feberales", como decía el pueblo), se lanzaron a la lucha para "sacar la patria de la salvaje y brutal dominación en que la tienen los oligarcas".
Entre estos caudillos liberales, el más famoso fue el general Zamora, quien se había incorporado a las filas del liberalismo, atraído por la propaganda que hacía Antonio Leocadio Guzmán, desde las páginas de "El Venezolano". A raíz de las elecciones de 1846 Zamora se alzó contra el gobierno de Monagas, cayó prisionero y fue a parar al destierro.
Después del 24 de enero de 1848, regresó al país y formó parte de los cuadros militares del gobierno de Monagas, aliado ahora con los liberales. Cuando Julián Castro, después de la Revolución de Marzo empezó a inclinarse a favor de la oligarquía, Zamora, Falcón, Antonio Leocadio Guzmán, Antonio Guzmán Blanco y otros federalistas, fueron expulsados del país y refugiados en la isla de San Thomas, en Las Antillas. En octubre de 1858, fundaron una "Junta Patriota" que proclamó la Federación. Cuatro meses después, en la madrugada del 20 de febrero de 1859, un grupo de jóvenes liberales se apoderaron de la ciudad de Coro y se pronunciaron en el mismo sentido. A los dos días desembarcó Zamora en las costas de Coro, y se puso al frente de las operaciones militares de los sublevados, iniciando así la Guerra Larga que duró hasta 1863.
El programa de la Federación tuvo un carácter predominantemente político y sus principios fundamentales están expuestos en el Manifiesto que Zamora dio a conocer al desembarcar en las costas de Coro.

Durante el primer año de la Guerra Federal, fue una guerra de movimientos y batallas decisivas. Bajo la dirección de Zamora, que fue el alma de la guerra en este primer período, los federales obtuvieron la brillante victoria de Santa Inés, cerca de Barinas, en donde las tropas del gobierno sufrieron grandes pérdidas en oficiales y soldados y se retiraron perseguidas por el caudillo liberal. Pero Zamora murió mientras sitiaba la ciudad de San Carlos, el 10 de enero de 1860; y desde entonces la guerra se transformó en un gran movimiento de guerrillas. Por todas partes insurgían movimientos armados contra el gobierno, en muchos casos sin conexión entre sí. Las operaciones militares de los federales quedaron bajo la dirección del General Juan Crisóstomo Falcón; pero estas operaciones carecían de sentido, "no parecían tener, por regla general, el propósito definido de llegar a la capital y acabar la guerra. Las tropas atacantes se retiraban de repente, efectuaban marchas y contramarchas, se movían ya en razones de necesidades estratégicas del momento (la proximidad de un enemigo superior), ya de consideraciones logísticas (la necesidad de abastecimientos), ya por simple capricho".
La Guerra Federal se extendió por todas partes; pero su teatro principal de operaciones fueron los llanos, el norte-centro y el oriente del país.
Tuvo un sentido localista, explicable por la estructura semifeudal de entonces.
PROGRAMA DE LA FEDERACION
(Del Manifiesto del 25 de Febrero de 1859)

Abolición de la pena de muerte.
Libertad absoluta de la prensa.
Libertad de tránsito, de asociación, de representación y de industrias.
Prohibición perpetua de la esclavitud.
Inviolabilidad del domicilio, exceptuando los casos de delitos comunes judicialmente comprobados.
Inviolabilidad de la correspondencia y de los escritos privados.
Libertad de cultos, conservando la soberana tuición que sea indispensable para garantizar esa misma libertad.
Inmunidad de la discusión oral en toda especie.
Inviolabilidad de la propiedad.
Derecho de residencia a voluntad del ciudadano.
Independencia absoluta del poder electoral.
Elección universal, directa y secreta, de Presidente de la República, de Vicepresidente, de todos los legisladores, de todos los magistrados del orden político y civil y de todos los jueces.
Creación de la milicia nacional armada.
Administración de justicia gratuita en lo secular.
Abolición de la prisión por deuda, como apremio.
Derecho de los venezolanos a la asistencia pública en los casos de invalidez o escasez general.
Libertad civil y política individual, consistente:1º en la igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley; y 2º en la facultad de hacer sin obstáculo, licencia o venia, todo lo que la Ley no haya expresamente calificado de falta o delito. Seguridad individual: prohibición del arresto o prisión del hombre sino por causa criminal, precedida la evidencia de la comisión de un delito, y los indicios vehementes de la culpabilidad.
La aplicación en fin a nuestra patria de todas las demás instituciones felizmente descubiertas por la humanidad, y que la infancia del estado social o la ignorancia de nuestros conductores a la depravación o el criminal abandono han hecho imposibles hasta ahora.

La Fundación de Cumaná

(Viernes, 1 de Febrero de 1562)
El 1º de febrero de 1562 el fraile dominico Francisco de Montesinos funda la ciudad de Nueva Córdoba, a la orilla izquierda del río Cumaná. Este sería el primer centro urbano de la tierra firme oriental.
El nombre de Nueva Córdoba persistió hasta 1591, cuando pasa a llamarse Cumaná. Ni el establecimiento de misioneros, ni la fortaleza construida en Cumaná pueden tenerse como fundación de la que más tarde sería la ciudad de Cumaná.
Hoy esta hermosa ciudad es la capital del Estado Sucre, ubicada a la entrada del golfo de Cariaco y frente a la península de Araya y es la capital más oriental de Venezuela. Ha sido cuna de ilustres venezolanos como Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho; Andrés Eloy Blanco, etc.
OTRA FUNDACION DE BARCELONA
El 12 de febrero de 1638, Juan de Orpín, también conocido como Juan de Orpín, por su condición de catalán funda a orillas del Neverí, precisamente el día de su cumpleaños, la ciudad de Nueva Barcelona del Cerro Santo o Santa Eulalia de Barcelona, en homenaje a la capital de su provincia de Cataluña.
Orpín murió en la ciudad de Barcelona fundada por él, a los 53 años de edad, el 1 de julio de 1645. La ciudad de Nueva Barcelona del Cerro Santo, más tarde (1 de enero de 1671) es trasladada por Sancho Fernández de Angulo al sitio que ocupa actualmente, reduciendo su nombre al de Barcelona.
CUMANA

Ciudad portuaria en el nororiente de Venezuela, capital del estado de Sucre. Emplazada a 3 m de altitud en la costa del mar Caribe en la entrada del golfo de Cariaco, junto a la desembocadura del río Manzanares. Punto de encrucijada de carreteras que la comunican con el resto del país, cuenta también con aeropuerto. Posee una excelente bahía natural con instalaciones portuarias modernas e intensa actividad pesquera. Realiza actividades administrativas y es núcleo de la Universidad de Oriente (1958), además de desarrollar manufacturas conserveras pesqueras, procesadoras de café, tabaco y cacao, destilación de ron e industrias metalmecánicas y textiles. Se originó a partir de 1515 como misión franciscana, que fue destruida, por lo que en 1523 se construyó una fortaleza española para defender el sitio de filibusteros franceses e ingleses, que pasó luego por varias repoblaciones: Nueva Toledo (1521) y Nueva Córdoba (1562). Fue reconstruida en 1569 como ciudad de Cumaná. Los terremotos han asolado la ciudad en varias ocasiones, entre las que destacan los de 1766, 1797, 1853 y 1929. Población (según estimaciones para 1996), 257.456 habitantes.

jueves, 30 de enero de 2014

Nace Juan Antonio Pérez Bonalde (El poeta de Caracas)

Viernes, 30 de Enero de 1846)
Nace Juan Antonio Pérez Bonalde (El poeta de Caracas)
El 4 de octubre de 1892 muere en La Guaira el poeta de «La Vuelta a la Patria», el poeta de Caracas, Juan Antonio Pérez Bonalde.
Pérez Bonalde nació en Caracas en 1846, el 30 de enero. Fue el noveno hijo del matrimonio integrado por Juan Antonio Pérez Bonalde y Gregoria Pereyra. Huyendo de la guerra federal, la familia Pérez Bonalde se traslada a Puerto Rico (1861). Para sostenerse, fundan un Colegio, donde el joven poeta, de quince arios, se desempeña como Profesor. ¿Qué formación tiene Pérez Bonalde para ese entonces? Felipe Tejera dice que se había dedicado especialmente al estudio de la música, el dibujo e idiomas extranjeros.
Poseía también conocimientos prácticos. En la isla de Santomas (a la que se trasladó la familia desde Puerto Rico), Pérez Bonalde se emplea como tenedor de libros. En 1864, pacificado el país, los Pérez Bonalde retornan a Caracas y planifican otro colegio, semejante al de Puerto Pico. La muerte repentina del padre aborta el proyecto. Entre 1864 y 1870 Pérez Bonalde vive en Caracas. Trabaja como puede para ganarse la vida. Interviene en política con el Partido Liberal.
En 1870 llega a la primera magistratura el General Guzmán Blanco, de quien Pérez Bonalde es enemigo político. El poeta se va de Venezuela en aquel año de 1870. Vuelve por poco tiempo en 1876, y no regresa definitivamente hasta 1889, llamado por el gobierno del Dr. Raimundo Andueza Palacio. En estos dieciocho años largos, su centro de operaciones es Nueva York. Se emplea en la casa Lenman y Kemp-Barclay y Cía., y viaja por casi todo el mundo como representante de esta firma. Tiene oportunidad de aprender idiomas y de perfeccionar los que ya sabe. Se convierte en un extraordinario políglota y en excepcional traductor de poesía.
En 1879 se casa con Amanda Schoonmaker. La unión de esta pareja es desafortunada. En el dolor del exilio, nace una hija, Flor. El poeta concentra en ella sus afectos y alegrías. Le espera, sin embargo, un rudo golpe. La niña fallece en 1883. De esta trágica circunstancia brota esa conmovedora elegía que lleva por título Flor.
Sus lecturas, su vida errante, su aguda sensibilidad, ciertos aconteceres aciagos, todo lo va conduciendo al escepticismo. A partir de aquel trágico 1883, no vuelve a publicar libros de poesía propia. Sólo sus grandes traducciones, las de Heine y Poe. Busca escaparse de la realidad, ya no por el paisaje poético, sino por la puerta falsa del alcohol y de las drogas. Su salud comienza a resentirse. Quienes lo conocen y lo tratan, como José Martí, advierten en él un aire de melancolía profunda, y de tedio vital. Poco a poco llega a los límites del nihilismo. A la total incredulidad, a una falta de fe en el presente y en el porvenir. Testimonio son estos párrafos de su libro de Memorias, dados por el poeta a la prensa caraqueña:
Muchos años han pasado desde la última vez que dejé un recuerdo de vida en estas páginas.

Y ¿qué he conseguido, qué he alcanzado durante este largo transcurso del tiempo?. .
Lo que alcanzaría el hombre que viviese mil años; lo que ha alcanzado la humanidad desde su misterioso principio hasta el presente: NADA!

En 1889, bastante quebrantado de salud, regresa definitivamente a Venezuela. El gobierno de Andueza Palacio le ofrece un cargo diplomático. El poeta accede. Se embarca con rumbo a la ciudad de Amberes. Pero se siente tan enfermo que regresa desde Curazao. En vano intenta buscar salud en las aguas termales de San Juan de los Morros y luego en La Guaira. Una hemiplejia agrava su situación. Y el 4 de octubre de 1892 fallece en La Guaira. Once años después (1903) sus restos son trasladados a Caracas en medio de solemnes honras fúnebres. Y desde 1946, centenario de su nacimiento, sus cenizas reposan en el Panteón Nacional. En uno de sus poemas, Pérez Bonalde había dejado esta especie de disposición final:
POR SIEMPRE JAMAS!

Traedme una caja
de negro nogal,
y en ella dejadme
por fin reposar.
De un lado mis sueños
de amor colocad,
del otro, mis ansias
de gloria inmortal;

la lira en mis manos
piadosos dejad,
y bajo la almohada
mi hermoso ideal...
Ahora la tapa
traed y clavad,
clavadla, clavadla
con fuerza tenaz,
que nadie lo mío
me pueda robar...

Después, una fosa
bien honda cavad,
tan hioda, tan honda,
que hasta ella jamás
alcance el ruido
del mundo a llegar.
Bajadme a su fondo,
la tierra juntad,
cubridme...y marchaos
dejándome en paz...

¡Ni flores, ni losa,
ni cruz funeral;
y luego...olvidadme
por siempre jamás!
.
LA OBRA DE PEREZ BONALDE

La obra poética original de Pérez Bonalde está representada por dos Poemarios: Estrofas (1877) y Ritmos (1880). Sus traducciones de mayor importancia son El cancionero (1885) del alemán Henrique Heine, y El cuervo (1887) del norteamericano Edgar Allan Poe.
En sus libros originales, Estrofas y Ritmos, reúne poemas escritos en diversos lugares. En ambas obras, la huella de un poeta intimista, sincero que no imita a los maestros del Romanticismo europeo, sino que extrae los temas de su propia peripecia vital. Su poesía, perdurable por ello, y por el fino e ilustrado espíritu de su creador, se encuentra relacionada de inmediato con algunos de los grandes aconteceres de una existencia errante y dolorosa, y con los fines que según la concepción romántica debía cumplir el poeta,
... pues a más de profeta,
sacerdote y caudillo,
es la misión sublime del poeta
ser héroe denodado, aunque sencillo,
y vencedor del tiempo y de la muerte..!
Profeta, es decir, vate, vaticinador, iluminado, capaz de ver más lejos y más hondo que el común de los hombres, tal como ya lo pregonaban los latinos. Quien es un vidente, un soñador sagrado, un Profeta es también un Sacerdote, puesto que su misión consiste en conducir a la humanidad, cuyo destino él conoce por revelación, o porque sus facultades intelectuales son de orden superior. De este modo, el sentimiento religioso (de signo positivo o negativo) se empalma con la misión social que el poeta debe cumplir, como Caudillo, esto es, como guía, cabeza de unos ideales que luchan por Libertad y Justicia. Esta circunstancia y el individualismo romántico, conciben al poeta como un Héroe señero, que combate cada día contra las propias miserias y las ajenas, contra los desfallecimientos del ánimo y la duda. Por último, Vencedor del tiempo y de la muerte por cuanto, como ya lo predicaban desde la Alta Edad Media Dante Alighieri y Jorge Manrique, el arte es una de las vías que el hombre dispone para alcanzar la inmortalidad.
Cuatro poemas, los mejores, responden a suscitaciones vitales. El primero, en orden cronológico, es un canto de desterrado, Vuelta a la patria (1876), cuya doble motivación, la alegría del regreso a la madre patria y el dolor ante la muerte de la madre carnal, hacen de éste el mejor poema entre todos los numerosos cantos de exilio que se escribieron en Hispanoamérica. Es una elegía asordinada, serena, sin estridencias.

Pobre poeta (s. fecha). El segundo gran poema, dedicado a la memoria del malogrado lírico puertoriqueño José Gautier y Benítez (1848-1880), contiene una conmovedora definición de la naturaleza espiritual del creador, aplicable, como es lógico, al mismo Pérez Bonalde. La sensibilidad del poeta está vista como un cilicio. Las dos primeras estrofas orientan ya acerca del tono y del tema:
¡Oh, no envidiéis al que en la herida frente
lleva cual fiero dardo
la inspiración ardiente,
la codiciada llama
que viva luz derrama
y gloria en torno al aplaudido bardo!
Oh no, no lo envidiéis; de la áurea rama
que sus sienes corona, cada hoja
representa un martirio, una congoja,
una herida profunda, un desencanto,
sangre del pecho, o de los ojos llanto.
Cada paso que avanza
de la inmortalidad en la ardua senda,
cada triunfo que alcanza
le cuesta una creencia, una esperanza
que más y más la bendecida venda
de la ilusión aparta de sus ojos.
Poema del Niágara (1880). El tercer gran poema, considerado entre otros por José Martí, como la obra maestra de Pérez Bonalde, es el Poema del Niágara, compuesto como el de Heredia, a vista de las imponentes cataratas. El poema obedece al sentimiento del romántico por la Naturaleza y a su identificación con algunos espectáculos naturales de gran belleza. Pérez Bonalde va más allá. El torrente y su catarata le hacen imaginar que en ellos está oculto un Genio a quien el poeta puede interrogar acerca los misterios de la vida y de la muerte. A las preguntas que formula, el eco responde sombríamente dando a entender que nada existe más allá de esta existencia efímera:
Heme aquí frente a frente
de la espesa tiniebla desde donde
oírme debe la deidad rugiente
que en su seno se esconde:
Dime, Genio terrible del torrente,
¿a dónde vas al trasponer, la valla
del hondo precipicio,
tras la ruda batalla
de la atracción, la roca y la corriente. . ?
¿A dónde va el mortal cuando la frente
triunfadora del vicio,
yergue, al bajar a la mundana escoria
en pos de amor, y venturanza y gloria?
¿A dónde van, a dónde,
su fervoroso anhelo,
tu trueno que retumba...?
Y el eco me responde,
ronco y pausado: ¡tumba!
Espíritu del hielo,
que así respondes a mi ruego, dime:
si es la tumba sombría
el fin de tu hermosura y tu grandeza;
el término fatal de la esperanza,
de la fe y la alegría;
del corazón que gime
presa del desaliento y los dolores;
del alma que se lanza en
pos de la belleza,
buscando el ideal y los amores;
después que todo pase,
cuando la muerte, al fin, todo lo arrase,
sobre el oceano que la vida esconde,
dime qué queda;
dí ¿qué sobrenada..?
Y el eco me responde,
triste y doliente: ¡nada!

Entonces, ¿por qué ruges,
magnífico y bravío,
por qué en tus rocas, impetuoso, crujes
y al universo asombras
con tu inmortal belleza,
si todo ha de perderse en el vacío. . ?
¿Por qué lucha el mortal, y ama, y espera,
y ríe, y goza, y llora y desespera,
si todo, al fin, bajo la losa fría
por siempre ha de acabar..? Dime, ¿algún día,
sabrá el hombre infelice do se esconde
e1 secreto del ser..? ¿Lo sabrá nunca..?
Y el eco me responde,
vago y perdido: ¡nunca!
¡Adiós, Genio sombrío,
más que tu gruta y tu torrente helado;
no más exijo de tu labio impío,
que al alejarme, triste, de tu lado,
llevo en el cuerpo y en el alma frío.
A buscar la verdad vino hasta el fondo
de tu profunda cueva:
mas, ay, en vez de la razón ansiada,
un abismo más hondo
mi alma desesperada
en su seno, al salir, consigo lleva...!
¡Ya sé, ya sé el secreto del abismo
que descubrir quería..!
¡Es el mismo, es el mismo
que lleva el pensador dentro del pecho:
la rebelión, la duda, la agonía
del corazón en lágrimas deshecho!

Flor (1883). El cuarto gran poema de Pérez Bonalde es el canto elegíaco que escribe bajo el terrible impacto que le produce la muerte de su hija Flor. Si en el Poema al Niágara dice salir del abismo, sin respuesta para sus grandes preguntas acerca de los misterios del ser, en Flor se enfrenta a Dios al no comprender cómo pudo haber sido herida de muerte una criatura que apenas abría los ojos a la vida. Es el dolor máximo, la suprema rebelión de los poetas satánicos, que en Pérez Bonalde es la culminación trágica de una existencia destrozada por el hado:
Señor, ¿existes? ¿Es cierto que eres
consuelo y premio de los que gimen,
que en tu justicia tan sólo hieres
al seno impuro y al torvo crimen?

Responde entonces: ¿Por qué la heriste?
¿Cuál fue la culpa de su alma triste?
¿Cuál fue la mancha de su inocencia?
¡Señor, respóndeme en la conciencias!
Alta la llevo siempre, y abierta,
que en ella nada negro se esconde;
la mano firme llevo a su puerta,
inquiero... y nada, nada responde.

¡Sólo del alma sale, un gemido
de angustia y rabia, y el pecho, en tanto
por mano oculta de muerte herido,
se baña en sangre, se ahoga en llanto!
¡Y en torno sigue la impía calma
de este misterio que llaman vida,
y en tierra yace la flor de mi alma,
y al lado suyo mi fe vencida!

.........................................................
¡Nada, ni la esperanza
ni la fe del creyente
en la ribera nueva,
en el divino puerto
donde la barca que las almas lleva
habrá de anclar un día;
ni el bálsamo clemente
de la grave, inmortal filosofía;
ni tú misma, divina poesía
que esta arpa de lágrimas me entregas
para entonar el aéreo de mi duelo...!
¡Tú misma no, no llegas
a calmar mi dolor...!
¡Ábrase el cielo!
¡Desgájese la gloria en rayos de oro
sobre mi frente... y desdeñosa, altiva
de su mal sin consuelo
al celestial tesoro
el alma mía cerrará su puerta:
que ni aquí, ni allá arriba
en la región abierta
de la infinita bóveda estrellada,
nada hay más grande, nada:
más grande que el amor de mi hija viva,
más grande que el dolor de mi hija muerta!

El traductor. Desde la niñez, se inició Pérez Bonalde en el estudio de lenguas extranjeras. A lo largo de su existencia, llegó a tener un asombroso dominio del latín, del inglés, del francés, del alemán, del italiano y del Portugués.
Los idiomas le permitieron conocer directamente literaturas extranjeras. Este factor contribuyó a hacer de Pérez Bonalde un romántico superior en muchos aspectos a la mayoría de sus compañeros hispanoamericanos.
Gracias a sus excepcionales conocimientos del alemán, Pérez Bonalde realizó la mejor traducción (1885) de El Cancionero (1827), de Heine. Pero no sólo lo tradujo impecablemente, sino que logró una musicalidad igualada más tarde por dos grandes del Modernismo, el colombiano José Asunción Silva y el nicaragüense Rubén Darío. Sirvan como muestra de la versión de Pérez Bonalde, estos excelentes dodecasílabos del poema La Esfinge:
Estoy en la antigua floresta encantada,
los tilos esparcen su aroma sutil;
del astro nocturno la luz argentada,
con mágico hechizo se adueña de mí.

Avanzo en las sombras cm pie temerario,
y al punto en los aires resuena una voz;
la voz del alado cantor solitario
que canta las glorias y penas de Amor.
Las glorias y penas de Amor canta el ave:
las dulces sonrisas, el llanto de hiel,
tan triste es su queja, su trino tan suave,
que en mi alma despiertan los sueños de ayer.

Mi planta en las sombras, intrépida, avanza:
un claro del bosque se ofrece ante mí,
y en él un castillo gigante que lanza
sus torres aéreas al alto cenit...
Exito similar que con la traducción de El Cancionero, obtuvo Pérez Bonalde con la versión (1887) del célebre poema El Cuervo (1845), de Poe. No sólo conserva con extraordinaria fidelidad la atmósfera de misterio que va in crescendo en el poema de Poe, sino que reproduce en castellano el ritmo trocaico del original inglés.
Pérez Bonalde vertió al castellano otros poetas, entre los cuales, el inglés William Shakespeare, los alemanes Ludwig Uhland y Johan Gottfried Herder.
ANTOLOGIA DE VUELTA A LA PATRIA
Cuando Pérez Bonalde escribe Vuelta a la patria (1876), navega rumbo a Venezuela, tras seis años de ausencia. Santiago Key-Ayala ha imaginado la escena en la que el poeta compone su canto elegíaco:
Fue a bordo del barco en que Pérez Bonalde regresaba a la tierra nativa, rumbo a Puerto Cabello, donde nació la "Vuelta a la Patria". Nació, vio la luz. ¿Cuánto tiempo había estado en el alma del hijo infeliz, moviéndose hacia la luz por una gestación de sueño?
El poeta mismo responde a la pregunta:
Una línea indecisa
entre brumas y ondas se divisa.
.................................................
Va extendiéndose el cerro
y unas formas extrañas va tomando,
formas que he visto cuando
soñaba con la dicha en mi destierro.
Días y meses, el desterrado estuvo haciendo el viaje de vuelta a la patria y se vio llegar con el pecho henchido por la emoción del retorno, primero; después, henchidos los ojos por el resto de sus lágrimas. Ahora viaja en realidad hacia "la tierra amiga". Imagino la escena del alumbramiento: Pérez Bonalde está en el puente del barco sentado ante una mesita con aquel donaire señoril que los años acentuaron. Sobre la mesita, frente a él, un vaso y una botella de cerveza. Al lado, en una silla, un libro de versos o de viajes. A manera de marcador, un haz de cuartillas y un lápiz. Pérez Bonalde da la espalda al Norte, donde el frío "hiela los espacios y las almas". Mira hacia el Sur, adivinando, presintiendo la "tierra amiga". En la monotonía del aislamiento, la fantasía transpone la realidad circundante y navega por el mar de los sueños. El barco va hacia Puerto Cabello. El sueño hacia La Guaira. Triunfa el sueño.
A juzgar por estas noticias, Vuelta a la patria fue concebido a bordo del navío en el que Pérez Bonalde navega hacía las costas venezolanas tras seis años de ausencia. Dos sentimientos parecen dominarlo en aquellos instantes. Hay en él una alegría causada por su reencuentro con la tierra natal. Este puro e intenso alborozo está mediatizado, sin embargo, por una honda melancolía. El poeta sabe que no encontrará a su madre, fallecida mientras él se encontraba en el destierro. Siendo de signo contrario estos sentimientos, al conjugarlos dentro de un mismo poema, Pérez Bonalde debía evitar que se estorbasen. El poeta resolvió esta dificultad dividiendo su poema en dos partes. La primera responde en temas, tono, ritmo y ambiente a la euforia espiritual del regreso. La segunda está consagrada por entero al sentimiento elegíaco en el que los temas se interiorizan, el ritmo se torna lento y el lenguaje confidencial.
La primera parte, es descriptiva. El poeta reseña lo que va viendo y sintiendo a medida que el bajel se acerca a las playas, luego desembarca y toma el coche que lo conduce a Caracas. Culmina con la aparición, casi fantástica, de la ciudad natal que parece brotar de la nada, tras una vuelta del camino, con sus blancas torres, sus techos rojos, sus azules lomas.
Como es propio del alma romántica universal, estas descripciones del paisaje se relacionan de inmediato con los estados anímicos del poeta. En este caso, con escenas de la infancia, y éstas, con los días dichosos de una inocencia perdida. El goce de la llegada se reparte entre el deleite ante la luminosidad de la naturaleza tropical "son seis años de brumas y de cielos grises", la emoción romántica ante lo autóctono, ante la gente rústica y simple en estado de gracia natural, y hasta en el dulce son del idioma nativo.
Esta primera parte posee un ritmo ascendente, progresivo, que conduce a un momento crucial del poema. La patria es primero una línea indecisa que entre brumas y ondas se divisa. A medida que el barco se aproxima, la costa va dibujándose mejor hasta que lo borroso se hace nítido y se ven las riberas bordadas de palmeras. La impaciencia por llegar salta en el pecho del poeta y se traduce en oraciones de forma imperativa: ¡A tierra, a tierra, o la emoción me ahoga! ¡Boga, boga, remero! ¡En marcha, en marcha, postillón!
Cuando ya divisa a Caracas y el ritmo del desenfreno emocional llega a su punto culminante, se produce el choque del sueño contra la realidad. El poeta recuerda que no tiene hogar, o, más exactamente, hogar materno, y le pide al cochero que lo conduzca al cementerio, uno de los lugares favoritos de los románticos. Todo este recorrido vertiginoso que le ha permitido dar sus impresiones del regreso, todo este canto de alegría, se transforma súbitamente en un discurrir elegíaco, lento, intimista.
«¡Apura, apura, postillón! Agita
el látigo inclemente.
¡Al hogar, al hogar! que ya palpita por él
mi corazón ¡Mas no, detente!
¡Oh infinita aflicción! Oh desgraciado
de mí, que en mi soñar había olvidado
que ya no tengo hogar...Para cochero;
tomemos cada cual nuestro camino;
tú al techo lisonjero
do te aguarda la madre, el ser divino
que es la vida centro y alegría
y yo...¡yo al cementerio!,
donde tengo la mía...»

Comienza entonces la segunda parte dé Vuelta a la patria. La confidencia personal da una dimensión subjetiva. A través del monólogo, Pérez Bonalde le refiere a su madre la suerte que ha corrido desde el momento en que se separó de su regazo, como quien entrega cuenta de sus actos. El que habla sin esperanzas de respuesta, es un poeta aniñado, triste, escéptico, que retorna sin nada qué ofrecer, como no sea una flor amarilla del camino y el resto de llanto que le queda. Dos presentes románticos: el amor por la naturaleza y la manifestación viva del sentimiento. Reconfortado tras el desahogo, el espíritu del poeta cobra nuevos bríos. Cuando se marcha del cementerio lleva el alma en paz, y, como siempre, la frente erguida, resuelto a continuar luchando.
Los cantos de desterrados "como éste de Pérez Bonalde" fueron un género frecuente en la poesía romántica hispanoamericana y española. Con frecuencia, estos cantos iban unidos al tema político, en la medida que el desterrado padecía los rigores materiales y morales del ostracismo, protestaba contra los tiranos que arruinaban su patria y lo mantenían lejos de los suyos. Dentro de estos cantos figuran el Adiós a la patria, de Rafael Mª Baralt; La despedida de la patria, del colombiano José Eusebio Caro; La vuelta a la patria, del colombiano Miguel Antonio Caro; La vuelta al hogar, de José Joaquín Pérez. También el español Martínez de la Rosa tiene una composición sobre este género. Sin negarles calidades poéticas, ninguna de ellas supera la elegía de Pérez Bonalde.
«Caracas, allí está, vedla tendida
a las faldas del Avila empinado
Odalisca rendida
a los pies del Sultán enamorado»
El poeta de Caracas, Juan Antonio Pérez Bonalde.

El Encuentro de Bolívar y Páez

(Viernes, 30 de Enero de 1818)
El encuentro de Bolívar y Páez se produce el 30 de enero de 1818, en el Hato de Cañafistola, cerca de San Juan de Payara. Ambos caudillos se conocían por cartas que se cruzaban con bastante frecuencia, pero no se habían visto personalmente.
Ante la necesidad de unificar los ejércitos, Bolívar se trasladó a los Llanos en busca de Páez. Este, ante la imponente presencia del Libertador, juré e hizo jurar a sus oficiales y soldados el reconocimiento a la autoridad de Bolívar, ante el sacerdote patriota Ramón Ignacio Méndez.
A partir de este momento Bolívar se va a familiarizar con aquella geografía en que el cielo parece juntarse con el llano; con aquella casta de hombres rudos, hechos al sol, a la lluvia y al sacrificio, esos indómitos llaneros que contribuyeron en alto grado a la independencia de Venezuela y de América.
¿Cómo vio Páez a Bolívar? El mismo lo dice en su autobiografía: «Hallábase entonces Bolívar en lo más florido de sus años y en las fuerzas de la escasa robustez que suele dar la vida ciudadana. Su estatura sin ser procerosa, era no obstante suficientemente elevada para que no la desdeñase el escultor que quisiera representar a un héroe; sus dos principales distintivos consistían en la excesiva movilidad del cuerpo y el brillo de los ojos, que eran negros, vivos, penetrantes e inquietos, con mirar de águila, circunstancias que suplían con ventajas lo que a la estatura faltaba para sobresalir entre sus acompañantes. Tenía el pelo negro y algo crespo, los pies y las manos tan pequeños como los de una mujer, la voz aguda y penetrante, la tez, tostada por el sol de los trópicos, conservaba no obstante la limpidez y lustre que no habían podido arrebatarle los rigores de la intemperie y los continuos y violentos cambios de latitudes por las cuales había pasado en sus marchas...»